03 Nov. 2017
Mi primer crítico literario fue Rodolfo Roth. Nos conocimos a los cuatro años en el Colegio Alemán. Ante la ardua tarea de escribir mi nombre, confundí la "jota" con la "t"; él advirtió el error y me llamó "Tuanito". Un benévolo olvido borró esa temprana descalificación de mi escritura, pero el persistente Rudy la recuperó en su libro Bitácora. Travesía por el Atlántico y la vida.
En octubre de 2013, mi amigo se embarcó en un velero en el que pasó veintiún días de dichas y zozobras. Muy en su estilo, dedicó las guardias de las tres de la madrugada a examinarse con valentía. Bitácora registra una doble navegación, por el océano y por las claves de una vida.
Rudy estudió hotelería en Suiza y supo que para ser gerente primero hay que ser un espléndido botones. Una mañana le llevó el desayuno a un muerto; ese room service póstumo lo convenció de que la puntualidad es obligación del empleado pero no del huésped.
En cualquier restaurante, presta atención a lo que dices, pero más atención a lo que sucede alrededor. Su repentina seriedad se explica porque descubre tres focos fundidos en el techo y una mesa que lleva diez minutos sin ser atendida. El mejor alumno de mi salón ve la mosca antes de que llegue a la sopa.
En Bitácora habla de los maestros nazis del Colegio Alemán. Rudy destacó en esas aulas, pero aprendió más de su padre, apasionado de la libertad y la integridad, incapaz de concebir la "perversidad del prójimo".
Después de dirigir inmensos hoteles de cadena, Rudy abrió el suyo en la colonia Roma, una casa de principios del siglo XX con un comedor destinado a que los viajeros compartan sus historias.
No asociamos el orden con la transgresión. Rudy logra que todas las camas de un hotel estén perfectamente tendidas y concibe formas de transformar la realidad. Para contrarrestar las noticias que amargan el desayuno del viernes, informo de una vida ejemplar.
Hace veinte años me invitó al albergue de la Fundación Pro Niños para que conviviera con chavos que habían vivido en alcantarillas y a los que él llevaba de campamento a Tequesquitengo.
Sus ideas derivan de un sentido hedonista de la ecología (lo que Goethe llamaba "romantizar la naturaleza"). En Ixtafiayuca, Tlaxcala, creó el primer santuario de luciérnagas del país, garantizando que las constelaciones rápidas que iluminan el bosque sean relevadas por otras.
No siempre gana sus batallas. En los trópicos la nieve es algo que sabe a limón o adorna la intangible cima de los volcanes. El sueño de invierno de Rodolfo Roth consiste en instalar un teleférico popular en el Iztaccíhuatl. Ya consiguió que Suiza regale el equipo, pero las autoridades mexicanas no lo han respaldado. La lógica del visionario es prematura.
Las absorbentes fatigas de la hotelería, y el activismo en pro de los niños perdidos, las luciérnagas y las nieves, no lo han privado de algo que en su caso parece inverosímil: el tiempo libre. Ha consagrado su inaudito ocio a oír a Bach, leer biografías de Albert Schweitzer, pilotar ultraligeros (una vez, por mera travesura, aterrizó en la Calzada de los Muertos de Teotihuacán) y practicar la vela hasta cruzar el Atlántico.
Para no quitarle el tiempo a los editores, publicó Bitácora en una editorial de su invención, Samsara (nombre sánscrito del ciclo de la vida, la muerte y la reencarnación). Esas páginas, escritas entre golpes de viento, demuestran que encarar la propia vida es más atrevido que remontar altas marejadas.
Hace unos días le hablé para pedirle que hospedara a otro gran viajero, el escritor Paul Theroux. Respondió con la generosidad de siempre, pero sonaba débil. Le pregunté si estaba sofocado. Me dijo que había sufrido un infarto cerebral y se encontraba en silla de ruedas.
La noticia, de sobra está decirlo, fue devastadora. Sin embargo, al visitarlo en su hotel lo encontré lleno de planes y curiosidades. Me preguntó por grupos políticos de ultraizquierda y anunció que estudiará filosofía para entender a Nietzsche de una vez por todas.
Rudy es zurdo y la parálisis le afectó el lado izquierdo. Dedicó su libro con la mano derecha. Esa caligrafía me remitió a la infancia, cuando me corrigió por primera vez. Uno de los grandes beneficios de la amistad consiste en descubrir que alguien te supera y eso te favorece. A los cuatro años Rudy era mejor que yo.
Lo sigue siendo.