El 31 de octubre, en La Paz, Baja California Sur, un niño de tres años recibió heridas de bala cuando su padre fue atacado por unos
pistoleros. Se salvó de milagro, pero sigue grave.
Cinco días antes, en el municipio de Cuauhtémoc, Chihuahua, un niño menonita recibió un balazo en el pecho cuando el camión de
transporte escolar en el que viajaba se encontró en medio de una balacera entre presuntos miembros de grupos de delincuencia
organizada. Murió en el acto.
Dos semanas antes, en San Vicente Chicoloapan, Estado de México, una niña de 14 años escuchó el timbre de su casa, abrió la puerta y, sin
deberla ni temerla, recibió un balazo en la frente que acabó con su vida. El asesino huyó y no ha sido capturado aún.
Estos casos no son inusuales. En 2016, 2 mil 163 menores de 19 años fueron asesinados en México.
Eso equivale a seis por día. De ese
total, 393 eran menores de 14 años. Dicho de otro modo, todos los días, en algún lugar del país, un niño o niña de educación básica (o que
incluso no ha alcanzado la edad escolar) es víctima de un homicidio.
El homicidio, además, no es la única forma de violencia que enfrentan los niños, niñas y adolescentes. Según la Encuesta Nacional de Salud
y Nutrición, 651 mil personas entre 10 y 17 años sufrieron en 2012 (sí, el dato es un poco viejo, pero da un orden de magnitud) agresiones o
actos de violencia que derivaron en afectaciones a la salud.
Por otra parte, en 2016, 147 mil menores de edad fueron víctimas de un delito reportado ante la autoridad. Considerando que la inmensa
mayoría de los delitos no se reporta, el número de niños, niñas y adolescentes que son víctimas de delitos varios (muchos de ellos
violentos) debe contarse en millones,
¿Por qué tanta violencia en contra de los pequeños? No hay, por supuesto, razón única. Hay sin duda un componente social. La exclusión y
la desigualdad son caldo de cultivo para la vulneración de una multiplicidad de derechos de niños, niñas y adolescentes.
Hay también algún
elemento cultural, la tolerancia a diversas formas de violencia en el seno familiar.
Pero hay también un motor institucional: desde la perspectiva de las instituciones de seguridad y justicia, la violencia contra un niño o niña
no detona una respuesta excepcional. Es más, en demasiados casos, no detona respuesta de ningún género.
Regresemos al caso de la niña de San Vicente Chicoloapan
¿El asesino enfrenta algún riesgo excepcional por haber ultimado a una menor de edad? Probablemente no.
¿Las autoridades van a dedicar recursos extraordinarios para capturar a los responsables? ¿Se dispondrá algún operativo especial para
detener y procesar al pistolero? Salvo que me contradigan las autoridades, yo supondría que no
¿Entonces, desde la perspectiva del asesino, da lo mismo matar a un rival de 28 años en un enfrentamiento que a una niña que apenas
cursa la secundaria y que tuvo la mala suerte de abrir la puerta de su casa? Eso parece
¿Y eso lo saben los delincuentes actuales o potenciales? Con altísima probabilidad.
En conclusión, van a seguir matando niños y niñas y adolescentes. Por montones.
Y los van a seguir matando y golpeando y violando y vejando porque no nos importa lo suciente
el asunto para dedicar recursos
excepcionales para prevenir y castigar esa violencia especíca.
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