lunes, 23 de octubre de 2017

El orden misógino - Jordi Soler

Las mujeres que gobiernan se concentran mejor en su encomienda, no se dejan deslumbrar tan fácilmente por el poder, cosa que sí pasa a los hombres.

23/10/2017 12:10 AM

México

Las mujeres son mejores gobernantes que los hombres. Son mejores en casi todo. Barcelona, la ciudad en la que vivo, está gobernada por una mujer, Ada Colau. En Madrid gobierna Manuela Carmena, más al norte, en París, gobierna Anne Hidalgo y hacia el Este tenemos a Angela Merkel, canciller de Alemania. Todas ellas han venido a demostrar que el gobierno femenino es, generalmente, más organizado, es altamente propositivo y sumamente empático con la ciudadanía. Las mujeres que gobiernan se concentran mejor en su encomienda, no se dejan deslumbrar tan fácilmente por el poder, cosa que sí pasa a los hombres, que batallan todo el tiempo con la testosterona. La testosterona es una hormona que sirve para aupar la pulsión sexual e implementar el impulso asesino, sirve, grosso modo, para matar y para coger. El hombre vive intoxicado, empalado por el vector más oscuro del poder: ese que va del sexo a la muerte. En estas condiciones, ¿cómo puede un hombre gobernar, o hacer cualquier cosa con la cabeza despejada?

Pensaba en esto mientras leía de los abusos sexuales del productor Weinstein, un individuo que durante años ha sido incapaz de controlar esa pulsión con la que la madre naturaleza ha tenido a bien distinguirnos. La naturaleza, como es mujer, ha salvado de la tremenda hormona solamente a las de su sexo.

Me parece que el hombre civilizado es aquel que logra controlar su testosterona, de la misma forma en que está más cerca de las bestias quien no la controla. No en vano la prensa estadunidense llama a Weinstein “depredador sexual”, una etiqueta justa pero incompleta porque, simultáneamente, es un depredador laboral que, según cuentan sus víctimas, no daba plazas de trabajo de acuerdo al talento de la actriz, sino a la disposición que tuviera esta para someterse a las ocurrencias de su tumultuosa libido. Esto da pie para reflexionar, una vez más, sobre las diferencias en el mundo laboral, inconcebibles en el siglo XXI, entre hombres y mujeres. ¿Por qué las mujeres ganan menos dinero que los hombres si, como lo demuestran Angela Merkel y Manuela Carmena, hacen mejor su trabajo que ellos? La pregunta me lleva a la historia de Geraldine Cobb, un caso emblemático que ilustra a la perfección la gratuidad, y la arbitrariedad, de los sueldos de las mujeres.

En 1958, en Estados Unidos, durante el diseño de la misión especial del Mercury 7, William Lovelace, el responsable del programa, descubrió que uno de los mejores historiales de la Fuerza Aérea correspondía a Geraldine Cobb, una mujer que a los 28 años llevaba 3 récords mundiales de aviación. Uno de los requisitos para formar parte de la misión era ser hombre, sin embargo Lovelace encontró en Geraldine a la candidata perfecta, era tan diestra y resistente como cualquier astronauta hombre y además su complexión se ajustaba perfectamente a los requerimientos de la nave, que contaba con un espacio mínimo para la tripulación y no admitía cuerpos que midieran más de 1.80 metros, ni que pesaran más de 82 kilos. A todo eso se sumaba el dato crucial de que las mujeres consumen menos oxígeno que los hombres y esto constituía una gran ventaja para esa misión donde cada gramo de oxígeno que se enviaba al espacio costaba alrededor de 77 dólares. A Lovelace le pareció que estos eran argumentos suficientes para incluir pilotos mujeres en la convocatoria y comenzó a trabajar con ellas en un grupo, paralelo al de los hombres, de trece astronautas. Lovelace pronto concluyó que las mujeres y los hombres están igualmente capacitados para ser astronautas, con la salvedad de que las mujeres soportan mejor la presión psicológica y las angustiosas horas de soledad espacial a las que está expuesto un astronauta. Convencido de que la tripulación del Mercury 7 tenía que ser mixta, y sobre todo de que Geraldine Cobb, que era el astronauta más capaz que tenía la Nasa, debía encabezar el proyecto, y así lo comunicó, exhibiendo un montón de pruebas, a la dirección. La respuesta fue un telegrama del director, enviado a cada una de las aspirantes, en el que decía textualmente: no sentimos, en este momento, que la inclusión de mujeres represente alguna ventaja para nuestro programa espacial.

Hoy las cosas han cambiado en el ámbito espacial, pero no en la gran mayoría de los empleos. ¿Por qué? Se me ocurre que la gratuidad, y la arbitrariedad, con que se estipula el sueldo de una mujer, es una argucia masculina que busca perpetuar el equívoco de que los hombres son más capaces que las mujeres. Pero el día que se agote esa argucia, no habrá más que mujeres bien pagadas en los puestos de alta responsabilidad.

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