miércoles, 24 de enero de 2018

La forma del agua-



Publicado el 12 - Ene - 2018











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por Alfonso Flores-Durón y Martínez

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“Unable to perceive the shape of you, I find You all around me. Your presence fills my eyes with Your love, it humbles my heart, for You are everywhere…”.



La pantalla se abre oscura, con apenas un refilón de luz proveniente de lo que parecen ser unas burbujas expresándose. Una voz en off nos prepara para conocer la historia de una peculiar princesa: una fábula de amor y pérdida. Enseguida descubrimos estar bajo el agua, como en el fondo del mar, dentro del que hay una especie de cueva que, recorrida hasta el final, desemboca en la estancia de un apartamento anegado en el que flotan mesas lámparas, libros y en un sofá también suspendido en el agua, apacible, duerme Elisa Esposito (Sally Hawkins). Al sonar el despertador, Elisa despierta en esa misma estancia, pero en su versión seca. Aunque la cámara parece seguir levitando y realiza un ágil recorrido por el apartamento, para después traspasar el piso y descender a través de la obra negra hasta el nivel inferior en el que se encuentra una bella y grande sala de cine en la que, en ese momento, se proyecta un filme para apenas un puñado de espectadores. Permanecemos ahí solo unos segundos y regresamos al apartamento de Sally para verla cumplir con la repetición de sus precisos rituales de preparación para el trabajo que incluyen un apacible baño de tina y, en él, un delicado acto de masturbación.

Al terminar, la acompañamos mientras visita brevemente a su vecino del apartamento contiguo, Giles (Richard Jenkins), un hombre viejo que se dedica a dibujar anuncios comerciales mientras ve películas por la televisión; en ese momento, The Little Colonel (1935), durante la secuencia en la que Shirley Temple baila tap en unas escaleras con el gran Bill (Bojangles) Robinson. Entonces, nos enteramos que Sally es muda, detectamos que él es gay y advertimos que se estiman genuinamente, y se procuran. Giles se queja de que cada vez le es más difícil colocar sus trabajos pues la publicidad en impresos empieza a optar por la fotografía. Después, vemos a Elisa salir de ahí, caminar por el pasillo exterior e intentar unos pasos de tap como los del filme y, luego, abandonar el edificio, para recibir los saludos del dueño del cine, quien le regala dos boletos y la promesa de refrescos y palomitas gratis si lleva algún acompañante, pues cada vez le es más difícil llevar asistentes a su negocio. Finalmente, la chica toma el autobús que, de noche, la lleva a su trabajo.

En una continua, extensa y hermosa secuencia que se desliza entre lo onírico y lo lírico (asumiendo que no necesariamente fueran lo mismo), el realizador mexicano Guillermo del Toro deja diseminados temas, estilo, ritmo, estética, tono y personalidades. Elisa no se ajusta al típico molde de una princesa pura, pues se permite gozar los placeres sexuales (más allá de que ella misma los satisfaga) sin pizca de culpa, y sin necesidad de representar, tampoco, un símbolo de emancipación femenina; es una mujer, imperfecta, incompleta, pero digna y autosuficiente, es sensual y tierna como lo es el filme de Del Toro. Y le tocó desarrollar su etapa adulta a principios de los sesenta, cuando el mundo sobrelleva la tensión de la Guerra Fría y parece explicarse de forma binaria (como suele leer Del Toro el modo en que se interpreta la realidad, a partir de opuestos): Estados Unidos o Rusia, el cine o la televisión, el diseño gráfico o la fotografía, el día y la noche, lo bueno y lo malo, lo nuevo o lo viejo: yo y/o el otro. En tonos de un bello azul verdoso (más bien turquesa), bajo la cadencia del jazz y los decorados con olor a fuente de sodas, The Shape of Water se disfraza de película clásica del Hollywood de aquella época, pero en realidad es un filme de una sofisticación visual, sonora, narrativa y conceptual que puede, sin regateos, considerarse como un auténtico filme de autor.

Tanto en El espinazo del diablo (2001), como en El laberinto del fauno (2006), Del Toro demostró ser mucho más que un realizador de género, de películas visualmente atractivas y bien contadas. En realidad ya desde Cronos (1999), su ópera prima, había puesto en manifiesto un talento especial para oxigenar con recursos creativos e ideas originales la historias de vampiros, fantasmas y/o monstruos. Seres cuya existencia (real o imaginaria), reconoce Del Toro, le ha fascinado desde niño pues ellos, más que reflejos deformados de la figura humana, enemigos a los que se tiene que combatir o entidades que tienen como fin desestabilizar el sistema nervioso y mental de los humanos representan, según lo ha clarificado, una especie de “cosmología espiritual” para él, una auténtica fuente de belleza que, al mismo tiempo, funciona como metáforas vivas, que literalmente respiran y que nos confrontan con nuestros miedos y deseos. La verdadera monstruosidad está instalada en el corazón de los hombres (incluso más que de las mujeres, en su cine), y no en la apariencia de quienes se ven distintos, no importa si son negros, homosexuales, discapacitados, extranjeros o raros. El monstruo simboliza la otredad, aquello que nos es desconocido y, por tanto, nos intimida, nos atemoriza. “Nosotros llamamos rostro al modo en el cuál se presenta el otro, que supera la idea del otro en mí”, decía Emmanuel Levinas. El otro no es lo que pensamos de él, ni depende de ello, y el reto consiste en atrevernos a conocerlo, a relacionarnos con él, pues en esa apuesta se juega buena parte de lo que al final somos y en lo que nos convertiremos.

Cuando Elisa llega a su trabajo, en un laboratorio para investigaciones del gobierno estadounidense donde se llevan a cabo acciones y experimentos secretos, conocemos a su amiga, Zelda (Octavia Spencer), una mujer negra a la que, de inmediato, le vemos un gesto de compañerismo, permitiendo a Elisa saltarse la fila para checar su tarjeta de entrada (a las 12 de la noche) a tiempo. Se trata de una noche especial, pues está por llegar un ‘activo’ al que se le espera con particular interés y para el que se ha construido una fosa acuática. Se trata de una criatura aparentemente agresiva (a decir por la extrema seguridad con que ha sido trasladada) que, nos enteramos, habitaba en algún río del Amazonas. Al llegar a la zona de acceso restringido en la que se alojará al invitado, Elisa y Zelda se encuentran haciendo las labores de limpieza por las que están contratadas. Elisa se acerca a asomarse a la ventanilla que tiene la cápsula metálica que lo transporta y se ayuda con los dedos para lograr mejor visibilidad cuando se escucha un rugido feroz y lo que sea que está en el interior golpea con fuerza la ventanilla. El científico encargado de la atención médica del paciente, el Dr. Robert Hoffstetler (Michael Stulhbarg), y el oficial responsable de la misión, el arrogante Richard Strickland (Michael Shannon), se encargan de establecer el orden y llevar a buen término el proceso para depositar a la criatura en su pileta. Al salir de la cápsula, se revela un monstruo de aspecto anfibio y complexión humana (Doug Jones), de gran tamaño, que se sostiene en dos patas pero con porte de torero caro. Elisa, que se había quedado espiando para conocerlo, queda impresionada por lo que ven sus ojos.

A partir de ese preciso momento, la vida de Elisa se trastoca por completo. Sus ojos, su mente, sus esfuerzos se enlazan en una misma órbita: la que la llevé, religiosamente, a esa pileta. El sentido de su existencia descansa, de modo absoluto, en la promesa que cada día le traerá de ver a ese monstruo que, por cierto, feo no es. Siendo “eso” un “él” -por ser, aparentemente, del sexo masculino-, como buena mujer (al menos de las de los sesenta, no empiecen a hacer bilis), Elisa intenta conquistarlo, en un inicio, a través del estómago. Entonces, todos los días se luce y le lleva su especialidad culinaria: un huevo cocido. Con sigilo, se introduce subrepticiamente en la zona restringida para comer su lunch todos los días y, aprovecha, para alimentar a su galán acompañados de la música que ella pone en un tocadiscos que mete a escondidas. Entre ellos empieza a desarrollarse una relación basada en el respeto, en la ternura, en la aceptación del otro tal cual es y, es cierto, de un deseo sexual mutuo. El monstruo no habla, pero emite alaridos de los que amedrentan hasta a los más valientes, menos a Elisa. Ella no produce sonido alguno de su boca; se expresa con sus manos, con su mirada, con su alma, y él comienza a entenderla. Se entabla un proceso de comunicación entre uno y el otro.

Mientras tanto, los oficiales con Strickland al mando le temen, desconfían del monstruo y, para someterlo, lo agreden, lo lastiman, le causan daño. Strickland lo ve como un enemigo al que no entiende –ni le interesa hacerlo- que debe ser eliminado; además de que si lo hace terminaría con el caso y eso le permitiría abandonar esa ciudad, Baltimore, que detesta, que no lo merece. Cuanto antes, mejor. Por su parte, el Dr. Hoffstetler se encarga de curar las heridas que Strickland le inflige al monstruo, de cuidar su estado de salud, supuestamente porque es importante analizarlo, estudiarlo a detalle y así tomar ventaja a los soviéticos en caso de que puedan desarrollar experimentos que les permitan sacarle provecho; por otro lado, porque en realidad Hoffstetler es un espía ruso infiltrado que informa a sus superiores sobre todo cuanto ocurre con el monstruo. En un principio, el plan para los soviéticos consiste en raptar al monstruo; empero, nerviosos por las ventajas que de él pueden ir aprovechando los norteamericanos optan por, sencillamente, ordenarle al doctor que lo mate. Hoffstetler tiene un genuino interés por examinar al monstruo además de que, habiendo descubierto (viéndolos con discreción, a la distancia) el vínculo que se creó y floreció entre Elisa y el monstruo, también ha terminado encariñándose con la criatura.

Giles batalla cada día más entre sus problemas laborales, la admisión de que sus mejores días no fueron tan buenos y ni así regresarán, y el padecimiento de rechazos por sus preferencias sexuales (además de atestiguar la segregación que sufren los negros hasta para ser atendidos en cafeterías); la asimilación de una colosal soledad que difícilmente podrá amortiguarse. Zelda expulsa siempre de su boca el comentario ocurrente, ingenioso y muy chistoso, como para compensar todo lo que no puede decir su amiga pero, sobre todo, a modo de desahogo por la frustración que le causa sobrellevar un matrimonio que tiene años de no darle más satisfacción que la que provoca poner tierra de por medio con su marido, incluso si es para limpiar meadas y cagadas de otros hombres igualmente detestables; ser negra en esos años, fuera de su casa y del trabajo, puede generarle aún peores experiencias que esas que ha aprendido a tolerar. El señor del cine sigue afligido, pues parece no haber manera de recuperar a los clientes que ahora pueden ver películas desde la comodidad de su hogar a través de una caja sobre la que tienen el control, como Giles. Elisa se entera de los planes que guardan los oficiales para con su adorado caballero, y sabe que su vida entera le va en permitir que le arrebaten la razón gracias a la cual ha podido conocer la felicidad. No teniendo más opción que recurrir a Giles y Zelda, sus verdaderos amigos, compañeros que como ella y el monstruo viven en los márgenes de lo bien visto por la sociedad, que como ellos no tienen voz, tendrá que idear un plan para salvar a su enamorado.

En los dos filmes previos de Del Toro hechos fuera de México que mayor valor artístico y de discurso tienen, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno, el director contó dos historias ubicadas en el brutal período de la Guerra Civil española, y lo hizo desde el punto de vista de dos infantes. En ambos eran las presencias sobrenaturales (un fantasma y un monstruo, respectivamente) quienes de una u otra forma salvaban a los niños (en esta vida, o resguardándolos en otra) de la representación de la maldad humana en tiempos convulsos. En The Shape of Water lo vemos todo desde la perspectiva de una mujer, adulta, pero que también es rescatada por un ser extraño, diferente. Incluso sin necesidad de abordar temas de vida o muerte, desde que Elisa lo conoce, gracias a lo que él provoca en ella, es que puede romper con su monotonía, sacudirse el polvo de la indolencia, darle forma a un vacío que la tenía en ese proceso de marchitamiento en el que se tiende a caer si se le va perdiendo el gusto a los días. Su vida recobra significado a partir de la mirada, de su encuentro con otra mirada, de su experiencia a través de los sentidos con un ser desconocido que, como ella, es diferente a los demás (aunque, para ser honesto, un poco más diferente que ella).

No es necesario conocer la historia de Elisa para saber de todos los problemas, burlas y discriminaciones que ha sufrido en su vida. Sí se nos da a conocer que fue abandonada por sus padres, encontrada a las orillas de un río, rodeada de agua. Así, en los márgenes, aprendió a desarrollarse y del agua proviene su caballero quien, aunque se menciona que era visto como deidad en el sitio donde lo atraparon, ahí, en ese laboratorio de Baltimore, también es un descartado. Los dos, rechazados, se aceptan como son. No hay forma en que pudieran cambiarse, pero ni lo intentan. Se enamoran ella de él, y viceversa, de lo que el otro es, de lo que representa, de lo que ven más allá de lo que se ve. El amor de ella, al no tener voz, se expresa casi en su totalidad a través de la observación. Los ojos de Elisa hablan, le dicen todo lo que puede ser dicho al monstruo; la forma en que lo ve lo convence, lo exalta, lo transforma; a ella la hace más libre de lo que nunca fue. Y él se le muestra como un ser inteligente, que entiende las emociones y que se emociona, que le cree, que se revela vulnerable y percibe la vulnerabilidad de ella, pero que igualmente, a través de cómo la ve es que la acepta y, al mismo tiempo, se le ofrece. Su comunicación es plena, está cargada de pureza y los llena de fuerza para atrever amarse y para enfrentar lo que sea que se les quiera interponer. El imprescindible ejercicio de paciencia que exige el amor cuando en realidad lo es. Y, al mismo tiempo, la dolorosa asimilación de la fragilidad de amor; saber que de un momento a otro, por una razón u otra, se puede perder el amor de esa persona, o se puede perder a la persona.

Todo en este cuento de hadas que es The Shape of Water está pensado, conceptualizado y ejecutado a detalle. El diseño de arte exquisito, instalado en la época que retrata pero que, particularmente en los apartamentos de Elisa y Giles, añade elementos que favorecen una atmósfera que se disloca de lo real. La paleta de colores dominada por un azul verdoso (turquesa) ofrece marejadas de elegancia, de frescura y de ensoñación. La cámara, por lo general manejada desde una grúa, parece flotar permanentemente, con excepción de cuando se concentra en los rostros, en los ojos de los protagonistas, para extraerles todo lo que se expresa más allá de las palabras. Y ellos, los actores, son los depositarios de la confianza del director que, con sus indicaciones precisas y el enorme talento a su disposición, orquesta un ensamble actoral que consolida con inmaculado ritmo y derroche de apasionado histrionismo la verosimilitud del mundo más redondo que ha creado Del Toro en una de por sí rica e imaginativa carrera. Una profunda historia de amor, triste y al mismo tiempo esperanzadora (sustentada en un guion impecable), cargada de finas alegorías políticas que reverberan con mucha fuerza en el mundo actual, particularmente el que predomina en Estados Unidos.

Parece como si Guillermo del Toro hubiera elegido insertar sus filmes previos en géneros de los que suelen considerarse “menores” sí, por gusto, pero también como una provocación. Para demostrar que no le interesaba del todo el reconocimiento de la “inteligentsia” del cine, demostrando ser un autor que trascendía por su calidad, talento, conocimiento de la historia del cine (es una enciclopedia fílmica) e inteligencia los moldes en los que desparramaba sus dones. Empotraba sus historias en el género fantástico y las hacía trascenderlo con detalles, guiños, referencias, destellos. En The Shape of Water ha hecho algo distinto. Ha confabulado un mundo único, una obra que se sostiene por sí misma aunque, juguetonamente, ha incorporado ingredientes de varios y distintos géneros: hay detalles de melodrama, aspectos de ciencia ficción, deslices de comedia romántica, una encantadora secuencia del musical, constantes insinuaciones al ‘noir’ y al thriller, pero sin entregarse de más a ninguno de ellos. Se inspiró en Creature from the Black Lagoon (1954) y, es evidente, en algunos tropos de La bella y la bestia (particularmente en la versión de Cocteau), pero les dio un giro definitivo: el amor sí puede terminar triunfando y el “otro” no tiene que convertirse en príncipe; es condición indispensable para que el amor triunfe aceptar y amar al otro sin necesidad de que deje de ser lo que es. Recurre Del Toro también a la poesía y es con base en la lírica que anula toda posibilidad de que el filme pueda ser clasificado o etiquetado, pues le ha creado un espacio propio en el que se establecen códigos autónomos, unos que el espectador acepta como válidos, donde la emoción impera sobre la razón. Es The Shape of Water, de cualquier forma, claramente un filme de Del Toro (contiene sus sellos y huellas: el agua, la magia, la importancia del otro, la tolerancia, la riqueza visual, el retorcido sentido del humor, la dicotomía entre el bien y el mal), pero de uno más maduro, más completo, más artista, uno que no solo no teme ser tierno sino que, a partir de la ternura desnuda la honestidad de su declaración fílmica. Uno que ha evolucionado abrazando todo lo que había hecho previamente, depurándolo para lograr la escritura y escultura de esta hermosa carta de amor al cine y al amor; a lo que verdaderamente debe ser el amor.

The Shape of Water ganó el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia (2017).

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