Todo consiste en que seas otro. Todo, digo: lo mejor de la literatura, el teatro, el cine intentan ponerte en otra piel, hacerte ver las cosas como las ven otros, convertirte —por un momento— en otro. Aquí, ahora, entras a un cuarto frío, puro cemento y luces de neón, vacío, regado de zapatos viejos rotos; unos carteles dicen que los han encontrado en el desierto; otros carteles te dicen que te saques los tuyos y los dejes en ese armario y esperes a escuchar la alarma. Esperas, tienes frío, te impacientas; después la alarma suena.
Entonces abres una puerta y entras en un espacio de quince metros por quince, techo y paredes negros, muy oscuro, el suelo de piedritas que se te clavan en las plantas. Hace más frío; dos chicas abrigadas te ponen una mochila y unos anteojos y unos cascos de realidad virtual y te dicen que, pase lo que pase, no corras, por favor, no corras. Y que si necesitas algo, ellas están allí para ayudarte… y que ya empieza.
Entonces el mundo se transforma en lo que ves, en lo que oyes: estás en un desierto, la luz incierta, sucia, y ves unos arbustos en el viento y oyes ruidos. Notas que son palabras; un grupo de desarrapados –ocho, diez desarrapados, hombres, mujeres, niños– avanzan por lo oscuro. Te acercas: se están quejando, dudan, se preguntan si no estarán perdidos, dicen que deberían volver pero no saben dónde. Tienes ganas de decirles que no se preocupen, que es un sueño, pero no estás seguro. Todo parece tan real… aterrador. Y lo hace más aterrador —más realista— esa extrañeza de mirar hacia abajo, ver el suelo y no verte, no ver tus propios pies, tus propios pasos: estar en un mundo donde no estás es el horror más bruto, una preview optimista de la muerte.
Y entonces, de pronto, suena un estruendo y estalla una luz: un helicóptero acaba de encontrarnos. Todos nos quedamos quietos, como paralizados; el corazón te late fuerte. Todavía deslumbrado y aterrado oyes más gritos y ves que todos miran para allá y miras tú también y hay dos camiones de la patrulla fronteriza y varios agentes que se bajan, gritan, nos están apuntando con fusiles. Ya eres uno más y obedeces las órdenes: te arrodillas, respiras apenas. De pronto, tienes miedo, mucho miedo.
Carne y arena es una instalación del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu. La presentó en mayo pasado en el Festival de Cannes; después se exhibió aquí, en la Fundación Prada de Milán —que fue quien la pagó—, y en dos museos más: el Museo de Arte de Los Ángeles y el Centro Cultural Universitario Tlatelolco en Ciudad de México. González Iñárritu pasó varios años preparándola: habló con migrantes ilegales centroamericanos que quisieron entrar o entraron a Estados Unidos, preparó la secuencia, la rodó en el desierto. Y al fin la convirtió en una experiencia: en esa realidad que todavía llamamos virtual porque consiste en que seas otro.
Siempre lo intentaron, de distintas formas, el teatro, el cine, ciertos libros y, desde hace un par de décadas, los mejores museos. Recuerdo mi primera experiencia: en el Museo del Holocausto de Washington, a unos años de su inauguración, te daban un pasaporte con un nombre para que fueras esa persona y siguieras tu destino a través de las vicisitudes que el museo te mostraba. Terminé exhausto, sacudido, lo escribí impresionado. Pero nada de aquello se compara, por supuesto, a la experiencia brutal de sumergirse en el espacio donde suceden esas cosas, verlas, oírlas: que esas cosas “realmente” te sucedan en tu carne, en la arena.
Son poco más de seis minutos: breve, tan violento. La realidad virtual es una técnica que será común dentro de diez o veinte años pero ahora resulta nueva, poderosa. Es el futuro del entretenimiento y de quién sabe qué más cosas. La distancia entre mirar una pantalla y sumergirse en un espacio es tan grande como la que hay entre una foto y una televisión 4K-HD-TRJSuperChuchi. Y el resultado también es extraordinario: te convierte, por un momento, en otro; se diría que no hay forma de acercarte más a la experiencia de esos hombres y mujeres.
Yo me he pasado la vida intentándolo: contando historias que nos permitan ver de más cerca a otras mujeres, otros hombres. El mejor periodismo parte de esa premisa. Y es evidente que esta forma nos acerca más. Pero, al mismo tiempo, me incomoda, me deja con preguntas. Para empezar, la más acuciante: ¿es necesario sentirse otro para entender lo que les pasa a otros? ¿Sentir es la mejor manera de entender? ¿No podemos pensar, averiguar, conocer sin “meternos en la piel del otro”?
Después, en otra sala oscura, las caras filmadas de una decena de migrantes te cuentan sus espantos. Hay historias de drama y heroísmo, pero me impresiona sobre todo la determinación de Lina, que tuvo que dejar en Guatemala a sus cinco hijos cuando alguien asesinó a su marido y ella no conseguía alimentarlos. Lina cuenta —letras sobre su cara en la pantalla— lo difícil que se le hizo cruzar esas fronteras, lo que sufrió en ese recorrido, y que por fin llegó; entonces, cuando parecía que ya lo había conseguido, empezó su verdadero viaje.
Lina se empleó en una casa de familia; tras siete años de trabajo diario consiguió juntar la plata para pagar la entrada a Estados Unidos de su hija mayor; siguió trabajando y, poco a poco, llevó al resto. Lina tardó veinte años en llevar a la última, que tenía veintitrés cuando por fin la vio de nuevo. Y dice que a menudo, mientras servía la mesa de sus patrones, le pedía a Dios que la dejara tener alguna vez alrededor de una mesa a su propia familia. Lina es una mujer que se pasó la mitad de su vida trabajando con una meta que no es, para cualquiera de nosotros, meta sino costumbre: no consigo imaginar desigualdad más bestial. Lina cuenta su historia con palabras simples y le da sentido y explicación al miedo y a los gritos y al desierto: los sentidos pueden colaborar en dar sentido; el problema es cuando tratan de remplazarlo.
Salgo al sol, la realidad virtual se acaba; vuelve la realidad real. La Fundación Prada es un dechado de riqueza: un edificio espléndido de una ciudad espléndida, entre las ropas más fashion y los relojes más suizos y los coches más caros. Como si la realidad material de esas ropas y esos relojes y esos coches no tuviera nada que ver con las historias que se cuentan en Carne y arena. Como si mostrar esas crueldades demostrara que no son culpa del sistema.
Y, aun sin tanto lujo, aun si Carne y arena sucediera “solo” en un museo de Madrid o Berlín o Buenos Aires, seguiría siendo un medio exclusivo —unas pocas decenas de visitas al día— pensado para quienes disponemos de todos los medios: libros, revistas, viajes, cursos, amigos, redes. Una forma de fomentar la pereza mental: yo, que podría pensar en esos pobres pobres pero no suelo hacerlo, ¿voy a pensar en ellos porque me los ofrecen en la forma más chic, más inventiva?
Podemos hacerlo y no lo hacemos: si no sabemos es porque no queremos. Y ahora que “sabemos”, ahora que “sentimos”, ¿qué? ¿Tiene sentido trabajar con tantos medios y tanta inventiva para contarles estas cosas a quienes eligen ignorarlas cada día? ¿Se puede creer que quienes eligen no escucharlas las van a escuchar si se las cuentan de este modo? ¿Vale la pena? ¿Se puede creer que harán algo con eso, que entonces sí les va a importar?
Son dudas: de verdad son dudas. González Iñárritu ya ganó tres óscares por sus películas y la Academia de Hollywood acaba de darle uno especial por Carne y arena. Lo merece. Es, sin duda, una obra de arte que prefigura las formas que tomará el arte de contar en unos años. Como tal, es difícil saber por qué, para qué está, para qué sirve, a quién. Como tal, preguntárselo siempre vale la pena.
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