jueves, 4 de enero de 2018

El Otro, mago y rey

Yo creo fervientemente en el peregrinar inexplicable de los tres Reyes Magos y del otro, también rey y mago, cada año sea en medio de la nieve imaginaria de mis propias canas o el desierto ardiente de la memoria.

México
Nací en un pueblo donde guardan los huesos de tres Reyes Magos en una urna de oro. Se llaman Melchor, Gaspar y Baltazar y sabían leer la partitura impalpable de las estrellas, se mueven a placer entre la vida y la muerte conforme pasen los años de quien quiera creer en ellos, a pesar de los raros dones que los distinguen y los regalos —más raros aún— que le llevan a un niño recién nacido: oro para iluminar como vela un pesebre de animales rumiantes, incienso para disipar el hedor de los mismos y mirra para curar las heridas con las que ese mismo niño será martirizado en una cruz que queda tatuada sobre el paisaje del mundo como enigma inextricable. Como todos los años, agradezco a Juan Villoro haberme contado el cuento del cuarto rey mago, el que no figura en belenes de España o nacimientos de México, el que no goza de la megapopularidad del trío invencible, el que salió de la nieve del Norte guiado por la misma estrella infinita que alumbró el camino de los otros tres a Belén o Bethlehem y el mismo que tardó en llegar por andar regalando juguetes que él mismo fabricaba en silencio a todos los niños sin techo que se encontraba en el camino al paisaje de lagos hechos con espejitos y pastorcitos postrados con ovejas en las rodillas. Cuando finalmente llegó a Tierra Santa, el Otro rey, mago también, se encontró envejecido como la figurita del anciano que lleva madera sobre la espalda como tameme de barro comprado en el mercado de San Pedro de los Pinos. Alguien le dijo al Otro mago y rey que el niño que buscaba desde hacía más de tres décadas iba camino del Gólgota en Jerusalem y el cuento termina en el sagrado instante en que el anciano que viene de la nieve llega al pie de la cruz para regar su alma. Lo único que le quedaba para regalar al niño hecho Hombre.
Yo creo fervientemente en el peregrinar inexplicable de los tres Reyes Magos y del otro, también rey y mago, cada año sea en medio de la nieve imaginaria de mis propias canas o el desierto ardiente de la memoria. Creo en la capacidad secreta de algunos seres que saben volar y en la absolución instantánea de las faltas para quienes en verdad se proponen corregir las peores erratas en la redacción de sus vidas; creo en la bondad innecesaria y en el silencio con el que avanza el único elefante que me ha reconocido desde que soy niño y en la pausa con la que mastica el camello y creo en los caballos blancos que no dejan huella en las playas al filo de las olas y creo en la lluvia inesperada de diminutas hojuelas de brillantina y en las esferas que se rompieron en un árbol que de pronto se incendió en medio de un bosque. La fe más sólida se encierra en la música que pinta la sonrisa de mis hijos y en el brillo que les veo en los ojos a todos los niños que saben sin decirlo el contenido exacto de la magia maravillosa de las mentiras veniales, las que se leen en tinta y se guardan en un cofre de oro en el corazón de una catedral como sombra en medio de la nieve, en medio de los bombardeos de los que sale intacta cada vez que es preciso recordar para creer, para no olvidar, que el mundo también es el paisaje que se extiende más allá del mantel de musgo y heno que cubre la pequeña mesita donde hacen guardia mis soldados de plomo y el Séptimo de Caballería en espera de la cíclica epifanía con la que se prenden todas las luces de colores en el infinito fragmento de confundidas ilusiones donde hay que cerrar los ojos con gratitud ante el mundo más allá del mantel, el de las desgracias constantes y las mentiras recurrentes, el del simulacro descarado de los maquillados enmascarados y el abuso irrefrenable de quienes se creen más fuertes y ajenos a la callada miniatura donde unos pececitos de plata se derriten cada año entre delgadas luces de bengala, la mujer de las trenzas de barro con listones de color rosa hace tortillas miniatura en medio de un paisaje que parece michoacano para que parezca palestino, allí y acá donde todas las noches hay una pareja de peregrinos hambrientos buscando el refugio de un pajar y el calor de una hoguera; aquí, donde deambulan los miles de muertos en medio de un mar de flores anaranjadas y una fila interminable de cuentas pendientes y pendencias imperdonables para que de pronto, en un instante inasible, se cierren los ojos ante el vaho y se palpe el alivio efímero y trascendental del milagro: hay Otro, mago y rey, que es Uno mismo... si se asume caminar —incluso, dolorosamente— por el constante peregrinar de intentar mejorarse.
jorgefe62@gmail.com

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