miércoles, 12 de julio de 2017

El estigma de la soledad


El estigma de la soledad


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M. tiene 32 años. Desde los 20 decidió que no quería casarse ni tener hijos sino dedicarse a su vida profesional. Estudió arquitectura en México y después se fue a Oslo a hacer una maestría. Vivió allá 10 años en los que descubrió que ser una mujer soltera y feliz era algo bastante común. Hasta que regresó a México comenzó a sentir presión por parte de su familia y amigos sobre su estado civil y sobre la decisión de no tener hijos. M. no va a darle gusto a nadie. Es feliz como arquitecta, viviendo sola y acompañándose de amigos, libros, proyectos y viajes. Sus horizontes son demasiado amplios como para comprometerse en una relación de pareja o para convertirse en madre para toda la vida.

J. tiene 60. Es un hombre divorciado desde hace 15 años y tiene dos hijos adultos a los que adora y con los que convive de manera regular. Es un empresario próspero que ahora está pensando en el retiro para dedicarse a otras cosas menos estresantes que ser responsable de la salud financiera de un negocio y del futuro económico de sus empleados.

J. confiesa haber disfrutado poco de la vida conyugal porque lo que más le apasionó desde siempre era el trabajo y su soledad. La madre de sus hijos nunca entendió a este hombre silencioso e introvertido que solo se emocionaba cuando hablaba de sus logros profesionales o del crecimiento de sus hijos.

Terminaron divorciándose y él no extraña tener una compañera sentimental ni sexual. Le gusta andar solo y hacer sus cosas con calma, tiene amigos y los ve con frecuencia. No hay tal cosa como un agujero en su vida por no tener pareja, es más, J. dice con franqueza que quizá nunca debió casarse.

B. y G. viven juntos desde hace 8 años. Son abogados exitosos. También han logrado consolidar una relación de igualdad y el dinero no es un punto de competencia entre ellos. Son una pareja extraña para la mayoría de sus amigos, porque no van juntos a todas partes y porque no están seguros de que el siguiente paso en sus vidas sea tener hijos. Intentan respetar todos los días el acuerdo de autonomía emocional que hicieron cuando empezaban a enamorarse: serían compañeros pero no siameses afectivos, cada uno perseguiría sus sueños y tratarían de evitar las prácticas de celos y control tan comunes en las parejas de su alrededor. También pactaron respetar, como si fueran fanáticos religiosos, los tiempos para cuidar de la relación. La tarde libre de viernes, los viajes de fin de semana, las cenas de los jueves, el teatro y bailar los sábados. A veces no lo logran pero lo intentan. Les gusta estar juntos porque se aman y no porque se necesiten desesperadamente. Se sienten felices de estar unidos por afinidades eróticas y amorosas y no por la consigna de ser padres y cuanto antes mejor.

Es una verdad estadística que es mejor para las mujeres estar solteras, especialmente para las jóvenes heterosexuales, quienes deberían priorizar su independencia financiera y emocional, porque es difícil encontrar hombres que no intenten detenerlas en su desarrollo para se dediquen a cuidar de ellos y de la casa.

Tener pareja no es el final de la película y quizá no deberíamos querer un final feliz y sí una vida de intereses amplios en la que sea posible moverse con libertad. Nos guste o no, el amor es un campo de batalla político, porque es en las relaciones con hombres donde las mujeres experimentan violencia de género. Porque es en la casa de la pareja en la que se evidencia la desigualdad de los sueldos. Porque habrá que decidir quién hará las funciones de cuidar, limpiar y consolar, aunque son las mujeres quienes lo hacen casi siempre.

La idea de balance de vida y carrera es distinta para hombres y mujeres. Para ellas, la ecuación que hay que equilibrar es trabajo, pareja y cuidado de los niños. Para ellos, el balance es entre trabajo e intereses personales: gimnasio, jueves de dominó, viernes de cantina, sábados de golf o de motos.

Todos deberíamos exigir más del amor y no conformarnos con relaciones que solo llenan agujeros afectivos o expectativas culturales. Nadie debería rogar por unas migajas de amor. Nadie debería brincar de una relación a otra con tal de no ser soltero. La soledad no es miserable ni patética y por el contrario, puede ser una elección libre que deberíamos respetar.

Vale Villa es psicoterapeuta sistémica y narrativa, así como conferencista en temas de salud mental.

Twitter: @valevillag

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