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BERLÍN.- En el centro del corazón político de Alemania se encuentra el Bundestag –el Parlamento–, el eje por donde cruza el destino de esta nación, y donde los alemanes se reinventaron en lo que no eran, en busca de la reconciliación con ellos mismos y con el mundo. Por aquí cruzaron los momentos que definieron la historia germana: el poderío prusiano del imperio de Guillermo I; la proclamación de la República de Weimar, y las maniobras golpistas de Adolfo Hitler, quien sepultó entre las ruinas de este magnífico edificio, devorado por un incendio en 1933, lo que quedaba de democracia para instaurar la dictadura del Tercer Reich. El viejo Reichstag –el término imperial que no les gusta a los alemanes recordar– fue también la frontera entre el Este y Oeste, en cuyas espaldas se levantó en una noche la Cortina de Hierro, como Winston Churchill definió al Muro de Berlín.
Toda esta historia de 152 años no podría explicar la reinvención de Alemania sin entender cómo esta nación, herida y humillada por tres guerras en menos de un siglo, decidió, a través de sus legisladores más sabios en 1994, que Berlín volvería a ser la capital federal, y que el Parlamento tendría que regresar a ser lo que hace casi 100 años dejó de ser, el órgano supremo para decidir la vida de los alemanes. La forma es fondo, como escribió el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en el siglo XIX, por lo que un concurso internacional entre 80 arquitectos alemanes y 63 extranjeros, le dio a Norman Foster –quien ganó el diseño del nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México–, el proyecto para reconstruir la casa de los alemanes. El diseño de Foster creó un eje en la ribera del río Spree, donde volvía a unir simbólicamente Berlín Oriental de Berlín Occidental, separados por la Guerra Fría, con paneles solares en miles de metros cuadrados y un equilibrio con lo fresco y lo verde.
Lo que no tenía su diseño era una cúpula sobre el Bundestag, como la tenía el viejo Reichstag, destrozada por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y la lucha entre las tropas rusas y las nazis, cuando la caída de Berlín en 1945. Foster no quería incorporarlo, pero los políticos alemanes le dijeron que esa nación no podría concebir su Parlamento sin el domo. Un diseño independiente de un arquitecto alemán le dio la solución, y a los alemanes la reinvención. La cúpula actual, de vidrio y acero, tiene 360 espejos que reflejan la luz solar y calientan el Bundestag, apoyados por un sistema fotovoltaico en el techo, de 300 metros cuadrados de energía limpia. En su interior hay un cono que toma forma de vela sobre el salón de sesiones de los diputados, por donde circula el aire y, al mismo tiempo, absorbe y redistribuye el agua para evitar inundaciones. Pero este ecosistema, tan relevante, no fue lo más importante.
El Bundestag tiene lo que ningún otro parlamento del mundo posee: transparencia. Todo es luz y todo está abierto. Aunque hay 400 asientos para el público que desee ver sus sesiones semanales, desde la cúpula se puede ver el debate parlamentario a través de los vidrios. Es el centro de los 53 edificios que comprende el Bundestag, y que también conecta con la Cancillería federal, aunque no pertenece al complejo parlamentario, parte del concepto de la nueva Alemania. Lo racional es que nada debe ser opaco, como lo fue la Alemania comunista, la nazi o la prusiana de los Guillermos. La apertura de la política para los alemanes es la esencia de su democracia. Los complejos de edificios parlamentarios llegan a medir 200 metros de largo y 25 de altura, con espejos para que se pueda ver a su interior. Desde la calle se puede observar si la canciller Angela Merkel está en su oficina y se encuentra trabajando. En uno de los edificios parlamentarios, el Jakob Kaiser, el artista israelí Dani Karavan instaló paneles de vidrio sobre los que se escribieron los 19 artículos de la Carta de Derechos en la Constitución alemana, sobre las libertades civiles, políticas y de expresión.
Las libertades, que tanto les faltaron durante más de un siglo, son sagradas. Junto a la Cancillería federal se encuentra la Casa de la Prensa, un enorme edificio de 700 oficinas de medios de comunicación que sustituyó al viejo Tulpenfeld en Bonn, la antigua capital de Alemania Occidental. Todos los días, pero sólo por invitación de la prensa, acuden los ministros y los voceros para informar sobre lo que están pidiendo los medios. Nunca es al revés. La libertad de expresión no está subordinada a los políticos. Dos veces al año, como mínimo, la canciller federal acude a la Casa de la Prensa a dar conferencias. Nada es obligatorio, pero para los políticos alemanes la ausencia de estas libertades es lo que los encaminó a décadas de oscurantismo.
El Bundestag impide el olvido. Aquí se acabó la conducción vertical y unipersonal de Guillermo II, el último emperador de Alemania, y comenzaron los 14 años de la República de Weimar, con sus golpistas de derecha e izquierda que produjeron la crisis económica que llevó a Hitler al poder. Aquí acabó el nazismo y a su espalda comenzó otra dictadura que murió en 1990. La restauración del Parlamento fue la de la nación misma en este Berlín, el microcosmos de la reinvención eterna de Alemania.
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