lunes, 30 de enero de 2017

Calígula en Twitter

Los dictadores (en particular los que llegan al poder con el veneno de la demagogia) tienen esa característica: son adictivos. Es difícil dejar de verlos, escucharlos, seguirlos. ¿Qué nueva locura se le habrá ocurrido?


Desde que apareció en escena, Trump ha estado hasta en la sopa de los ciudadanos de Estados Unidos. Conforme su inverosímil candidatura fue tomando vuelo, comenzó a estar presente en las sopas de todo el mundo. Los medios y la prensa (que, con excepciones despreciables como Fox News, se le oponen radicalmente) no podían dejar de seguirlo. El deber de informar se convirtió en una cacería por el rating, que encabezaba Trump. Y en un momento el fenómeno se les fue de las manos. Cuando ya era tarde, se dieron cuenta de que Trump dictaba los tiempos, las agendas, los temas. En la naturaleza de los demagogos está olfatear esa sed pública y saciarla poco a poco, hasta crear adicción a su palabra, a su política, a su persona.

Desde hace tiempo el fenómeno Trump me ha recordado mi experiencia venezolana. Un domingo de 2008, una pareja de amigos me invitó a almorzar en su casa. Vendrían periodistas, intelectuales, escritores, empresarios y algún líder de la oposición. A medio día, todos se congregaron en la sala con gran expectación. El anfitrión encendió el televisor. Tomamos nuestros lugares. ¿La Serie Mundial? ¿Una película en DVD? No. La ceremonia era otra: contemplar, como cada domingo desde hacía meses, como cada domingo en los años siguientes, al comandante Chávez gobernar "en vivo y en directo" en su programa "¡Aló, Presidente!". ¿Qué los llevaba como imán a ese ritual? Fascinación, incredulidad, pasmo, miedo, morbo, horror impotente ante una ofensa repetida e incurable. Todo junto. Chávez los había hechizado.

Era una enfermedad universal, una epidemia. Escuché a jóvenes venezolanos lamentar esa adicción nacional en estos términos: tengo una década de desayunar, comer y cenar con Chávez. Chávez es el tema de todas las conversaciones. Chávez en el sueño y la vigilia. Chávez entre semana y el fin de semana. Chávez se robó parte de mi infancia y toda mi adolescencia. Chávez ha dicho que permanecerá en el poder hasta 2030. Temo que Chávez se robe mi vida adulta. Temo envejecer y que Chávez siga ahí. Temo morir antes que Chávez. Temo que Chávez sea eterno.

Los dictadores (en particular los que llegan al poder con el veneno de la demagogia) tienen esa característica: son adictivos. Es difícil dejar de verlos, escucharlos, seguirlos. ¿Qué nueva locura se le habrá ocurrido? En el caso de Chávez, solía imponer sus famosas cadenas de trasmisión nacional a propósito de cualquier capricho. El suplicio era imprevisto e interminable. Había copiado esa práctica a Fidel Castro (su mentor y padre espiritual) cuyos discursos se prolongaban años luz. Pero ni Castro ni su caricatura Chávez sospecharon (aun en sus sueños guajiros) que a la presidencia del imperio llegaría un fascista obsesionado (como ellos) con la omnipresencia mediática.

Trump amenaza con rebasarlos debido a su uso de un arma letal: Twi-tter. Ya no es la noticia de la semana ni la del día la que atrae la atención. Es la noticia del minuto. ¿Qué nueva ocurrencia habrá tenido el magnate esta madrugada? ¿Contra quién "tuiteará" de manera compulsiva? Su adicción (que sin duda existe) desvelará sus noches en la Casa Blanca. A menos de que se someta a un tratamiento, su adicción será progresiva, incurable y (de alguna forma) mortal. Lo malo es que se trata del presidente de Estados Unidos. Por el poder que encarna (y el peligro real e inminente que, a cada instante, representa) es difícil desengancharse de él. Nos ha convertido en adictos a su adicción. Es Calígula en Twitter.

En el mundo de Trump no hay poesía, prosa, música, artes, cultura, ciencias, humanidades. Ni siquiera deportes (salvo las luchas y el golf). En el mundo de Trump solo está Trump y su clan. Su nombre en letras doradas ya aparecía en numerosos inmuebles y desarrollos de Estados Unidos. Su sueño es verlo repetido en todos los espacios del escenario americano (incluido su deplorable muro). Si fuera por él, le impondría su nombre a la Casa Blanca. O cambiaría por él las barras y las estrellas.

No está en nuestras manos detener el tsunami narcisista. Y no podemos tapar el sol con un dedo. Pero sí podemos evitar que la luz negra de ese sol nos devore. Debemos enfrentarlo cada quien en su esfera de acción. Pero al mismo tiempo debemos preservar el tejido de nuestras vidas: los afectos, la razón, la solidaridad, la compasión, la esperanza, la conversación. Y todas las variantes de la creatividad. Preservar la risa y el humor. Mientras Calígula tuitea, cuidemos lo que nos hace personas.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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