miércoles, 26 de octubre de 2016

La rudeza de la fragilidad


La rudeza de la fragilidad
Por Óscar De la Borbolla octubre 24, 2016 



Si me siento mal sí me siento, si me siento normal no me siento, si me siento muy bien sí me siento: solo experimentamos el cambio; somos completamente ciegos ante lo permanente. Foto: Especial

Hay en la vida de cualquiera una temporada cuya longitud es imprecisa y que a veces, por suerte para algunos, se mantiene durante muchos años, pues los cambios que inevitablemente ocurren son muy tenues o traen consigo una mejoría. A estos lapsos solemos llamarlos: “los buenos tiempos”. Y los tenemos todos, incluso los muy desgraciados, pues siempre se puede empeorar ya que la desgracia es literalmente un abismo.

Los buenos tiempos, de hecho, componen prácticamente la mayor parte de nuestra vida o, al menos, así lo comprendemos cuando la brutalidad de un infortunio, en verdad grave, los interrumpe, mostrándonos que -pese a nuestras quejas- la vida que teníamos no era tan mala.

En estos “buenos tiempos” es cuando, a veces sin notarlo, ocurre la felicidad. No la felicidad despampanante que se da en el amor, en el éxito o en la venganza, pues en estos estados es muy fácil percatarse del júbilo que uno experimenta, sino esa felicidad en la que uno se siente relativamente “bien” o está moderadamente alegre, pasándola sin más. ¡Cuánto, cuantísimo apreciamos esos “buenos tiempos” cuando se pierden!

Las causas de los cataclismos personales son innumerables: la salud se rompe, se toma una mala decisión, alguien de quien no podía esperarse nada negativo urde una trampa para que caigamos, la muerte del más próximo, un vulgar accidente ocasionado por un instantáneo descuido, un asalto o, para decirlo de la manera más sencilla: damos un mal paso adentrándonos en el aciago día en el que no debimos salir de la cama.

Los buenos tiempos son tan frágiles que si tuviéramos dos dedos de frente todos los días haríamos una fiesta para celebrar que la pompa de jabón que es nuestro universo no ha reventado; si fuéramos relativamente conscientes de que las desgracias ocurren de repente nos abalanzaríamos sin dilación a gozar de lo que tenemos. Pero, por una lamentable fatalidad que está en estrechísima relación con la condición humana, no somos capaces de ver lo que tenemos ante nosotros, salvo que vaya y venga, que esté y no esté, pues si se mantiene sin cambio entra en la zona de ceguera de lo habitual y no podemos valorarlo.

Si me siento mal sí me siento, si me siento normal no me siento, si me siento muy bien sí me siento: solo experimentamos el cambio; somos completamente ciegos ante lo permanente. Y lo peor es que como la vida la tenemos de fijo no logramos apreciarla más que en los momentos en los que estamos en riesgo de perderla o cuando la muerte de alguien próximo nos sacude del adormecimiento.

Vivimos -como decía Albert Camus- “como si no lo supiéramos”, o como decía Jean Paul Sartre: “somos eternos en tanto no morimos”. 
Las desgracias, las pérdidas, las muertes tienen, al menos, un aspecto positivo: nos revelan la existencia del paraíso aunque ya no sea nuestro.

@oscardelaborbol

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