Esto no es novelado.
Maldita sea la hora en que abrí el link.
Un estudiante normalista.
Un cuerpo sin vida, torturado, vestido con una playera roja.
Un rostro sin faz.
Una faz sin cara.
Una cara sin tejido.
Ese es el semblante de la violencia del crimen organizado en nuestro país. Una imagen de terror que nos quita el sueño a los que no estamos acostumbrados a la nota roja. Personalmente, les rehúyo a ese tipo de noticias. Porque nos incapacitan para sentir. Porque nos anestesian ante la realidad y nos acostumbran a la brutalidad. Y no quiero ser de esos que piensan que “es normal” o que “se lo buscaron por andar de cabrones” o “por estar metidos en quién sabe que cosas”.
Me niego a caer en los lugares comunes donde buscamos explicar con cínica simpleza el fenómeno, como si la demencia criminal y la descomposición social, se pudiesen analizar en una cafetería y se pudiera concluir que todo fue “porque ya hacía falta la mano dura” o peor, llegar al extremo ridículo de querer justificar los hechos por las filias políticas de las víctimas “es que simpatizaban con MORENA” o “admiraban al ex guerrillero tal”, como si con esos juicios, se descubriese el hilo negro en una tela sin color, o en una playera roja de un joven muerto al que le arrancaron el rostro.
Así que en puestos de periódicos y revistas decido —por voluntad propia sin que medie moral ninguna— a mirar hacia otro lado, a esquivarlos con tal de no toparme con la portada de ningún periódico que sangre en imágenes y letras. No quiero ver desollados ni quemados ni colgados ni descuartizados. No por negar nuestra realidad. No por evadir el problema, sino al contrario, para no perder la indignación. Para no importarlo en mi cotidianeidad mental y volverme indiferente antes esas barbaries. Porque cuando uno se acostumbra a verlas, se torna indolente. Y nada peor nos puede pasar a los mexicanos que habituarnos a estos escenarios.
Los análisis llegan uno tras otro: desde los que comparan esto con la matanza de Aguas Blancas y dicen que es orden de Aguirre, hasta los otros que dicen que nada perjudicaría más al gobernador —y lo creo— que ordenar algo así, y que más bien parece que algún enemigo busca desestabilizar al Estado de Guerrero, cavándole una tumba política al jefe del ejecutivo local.
Y luego vienen los discursos: Llegaremos hasta las últimas consecuencias. No habrá impunidad. Se deslindarán todas las responsabilidades que conforme a derecho procedan. Todo el peso de la ley. Todo el rigor. Enérgico rechazo. Total y absoluta condena. Completo esclarecimiento de los hechos. Debido proceso. Aplicar la ley de manera estricta (como si se debiera aplicar en otros casos, de manera no estricta) y blah, blah, blah. Discursos que hemos escuchado por años.
Eso sí, es probable que con el ímpetu de este gobierno, capturen a los responsables. Y los enjuicien. Y los metan al bote. Y los medios canten victoria a los cuatro vientos y ocho columnas. Y se celebre el cambio.
Pero lo que no hemos entendido como sociedad, es que esto, es el resultado. No la causa, no el origen. Y que necesitamos todos buscar construir un país en Paz, con mayúscula. Pues no se trata de “volver a estar como antes” (antes se generaron las condiciones para lo que hoy vivimos), sino de trabajar, todos y en todos los niveles sociales, educativos y de gobierno, para construir PAZ.
De otra forma, con las semanas se olvidará lo de los estudiantes normalistas y sucederán meses después otras tragedias en otros lugares y se volverá a decir que “se llegará hasta las últimas consecuencias” y todo se quedará en la nada de siempre y el siempre de nada.
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