miércoles, 5 de abril de 2017

Sergio González Rodríguez. Un obituario para Acuario


Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto, entre otras crónicas y ensayos sobre la violencia en México, dejó una obra fundamental para entender ese fenómeno en México y el mundo.

Diego Enrique Osorno | Personas




Con Sergio González Rodríguez hablé hace tiempo sobre la necesidad de escribir obituarios, poner atención en muertes que pasan desapercibidas para que, al contar dichas historias de vida, pudiéramos tener noción de algo, de aquello que una existencia —mirada con calma, sin la prisa de Twitter— puede revelarnos. También estaba en el plan escribir estas notas necrológicas para no olvidar legados de impunidad que dejan personajes abominables y, por supuesto, para honrar a aquellos cuyas proezas resplandecen en el tiempo. A Sergio le agradó la idea de que escribiera obituarios de personajes desconocidos y de villanos, pero no tanto la de mis héroes, así es que contra su voluntad estoy escribiendo este primer obituario sobre un escritor resplandeciente.

Sergio y yo platicamos más de la muerte que de la vida. Fue justo el libro-obituario País de muertos, publicado en 2010 por Debate, con el que iniciamos una charla sobre morir en México en estos tiempos. Una conversación que por igual transcurrió en bares chilangos —por supuesto, de mala muerte—, viejos trenes británicos, el seminario Pensar la muerte de El Colegio Nacional organizado por Juan Villoro e incluso whatsapps recientes en los que escudriñábamos el estudio del CIDE sobre letalidad militar durante el gobierno criminal de Felipe Calderón. “Aquí nos tocó morir”, bromeábamos a veces, parafraseando el “Aquí nos tocó vivir” de Cristina Pacheco, cronista de distintas coordenadas y una época dura pero no tan mortífera como la que Sergio narró en Huesos en el desierto, El hombre sin cabeza, Campo de guerra y Los 43.

Sergio nació el 26 de enero de 1950. Como la mayoría de los Acuario, tenía la enorme determinación de buscar la verdad de las cosas sin que eso lo volviera intolerante. Era lógico y místico al mismo tiempo. Abría su mente a cualquiera pero dejaba que pocos entraran a su alma. Su signo zodiacal era su apodo en Enigma, una de las primeras bandas mexicanas de hard rock, donde Sergio tocaba el bajo y hacía la segunda voz. En los setenta, Enigma sacó Bajo el signo de Acuario, uno de los mejores discos de la década. La canción principal se convirtió en un himno de los hoyos funky del extinto Distrito Federal. En su juventud, Sergio coreaba cosas como “Rebelde nací / Te guste o no así fue / El sol puso en mí / Poderes que nunca soñé” y “Mi signo solar / Me hizo buscar la verdad / Y sabes muy bien / Que no pienso nunca cambiar…”.

Pero su faceta más conocida fue la de periodista y ensayista. Sin ser norteño ni norteñólogo, su nombre quedará ligado a esta región geográfica y literaria de México. En otra década enigmática, los noventa, Sergio se dio cuenta de que en una entonces olvidada ciudad del norte de México, estaba pasando algo que el centralizado país no veía: el asesinato continuo y masivo de mujeres solo por ser mujeres. En 1995, fue invitado a un Encuentro de Escritores en la ciudad de Chihuahua. Al término del evento viajó por su cuenta a la frontera para investigar los feminicidios. Al llegar se topó con un escenario desconcertante y envió sus primeras notas al respecto al periódico Reforma, del cual era fundador. Sergio siguió viajando e investigando los años siguientes hasta que decidió escribir un libro. Así apareció Huesos en el desierto, publicado por Anagrama, en 2002.

A la par de esta vida de periodista investigador, Sergio diseccionaba el arte y la cultura general en sendas columnas que escribía cada semana para los espacios culturales y literarios de Reforma, donde también elaboraba anualmente una lista con los mejores y peores libros del año, la cual le trajo algunos amigos y muchos enemigos. Con bastante destreza, podía pasar de un minucioso relato de psicología forense a uno sobre la pintura latinoamericana contemporánea. Esta característica le daba a su escritura una fuerza sorprendente en muchas ocasiones.

La conexión entre ambos mundos permitió que un día lo buscara el escritor Roberto Bolaño, quien vivía en Barcelona y, pese a haber publicado ya Los detectives salvajes, aún no era tan célebre. Gracias a cientos de noches de insomnio e internet, Bolaño se había convertido en un especialista del tema de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Así, compartía hipótesis y teorías con Sergio, a quien llegó a pedirle que le transcribiera actas del levantamiento de cadáveres para la novela que estaba escribiendo.

Antes de publicar 2666, Bolaño dijo en entrevista al periodista Gabriel Contreras que su novela más ambiciosa tendría mucho que ver con Huesos en el desierto. “La crónica de González Rodríguez me ha ayudado de manera extraordinaria en la realización de esta obra, porque conoce al dedillo los crímenes de Ciudad Juárez que reflejo en mi novela. Él ha sido para mí más que un amigo; ha sido un gran punto de apoyo intelectual. A veces, revisando un documento de sesenta páginas, me sentía mal a la altura de la número cinco. Y me imagino que González Rodríguez lo habrá pasado peor, ya que a mí me protege la ficción, pero él ha tenido contacto directo con el terror, con el más profundo terror”.

El verano de 2016, durante un viaje que hice con el periodista Emiliano Ruiz Parra y Sergio a Escocia e Inglaterra para presentar el libro The Sorrows of Mexico, publicado por el legendario editor Christopher MacLehose, aproveché un recorrido del tren de Edimburgo a Londres para hacerle una entrevista formal sobre su relación con Ciudad Juárez y Bolaño. En el camino, Sergio me contó que después de la publicación de 2666, tardó nueve meses en leer la parte de los crímenes en la que él aparecía como personaje. “Avanzaba y luego la dejaba. Una cosa brutal, brutal porque vas reconstruyendo y tienes un pie en la realidad y en otra te ves como personaje”.

Campo de guerra, otro de sus libros, resultó para muchos reporteros como yo un ensayo fundamental para entender cómo la supuesta guerra del narco que estábamos cubriendo, había quedado enmarcada en un conflicto internacional que iba interiorizándose en las fronteras, litorales o tierra adentro de varios países del mundo y México no era la excepción. Sergio desmenuzaba la Iniciativa Mérida, firmada por los gobiernos de Calderón y Bush, la cual permitió que el gobierno estadounidense asumiera tareas de inteligencia operativa en México por encima del Ejército y la Marina, todo esto bajo los intereses de la seguridad nacional de Estados Unidos. Así ha sido como agencias estadounidenses en algunos casos han manipulado a narcotraficantes mexicanos para favorecer a sus intereses geopolíticos.

En esta época en la que los ensayistas han sido sustituidos por opinólogos y la crónica apenas puede balbucear una explicación de lo que sucede, los ensayos de Sergio tendrán que ser releídos para armar el rompecabezas de nuestra situación, donde nos bordean la violencia extrema, la permanencia del PRI, una profunda desigualdad económica y el fenómeno Trump. Justo ahora mismo que escribo este obituario en un aeropuerto mientras espero mi vuelo a Caracas, Venezuela, releo fragmentos de Campo de Guerra y pienso en cuánta falta nos hará Sergio para descifrar lo que viene: “El horizonte para México —escribió Sergio— indica la normalización de la violencia comunitaria, el fortalecimiento del Estado represivo y la implantación de la máquina de guerra como resultado del estatus de ser traspatio de EU. En otros países, el fortalecimiento militar y policial generalizado reformula también a las sociedades. Ya se sabe: en situaciones bélicas, la primera víctima es la verdad”.

Sergio no murió sin cicatrices. Sus investigaciones en Ciudad Juárez le generaron varias tanto internas como externas. Entre estas últimas, una cojera derivada de la tortura que le habían practicado con un picahielos en las rodillas. Fue por esto que se volvió aún más celoso de su vida personal y poca gente sabía de su familia y del lugar donde vivía. No tuvo hijos, pero hubo un gato, “Pelos”, al que quiso como si fuera de su sangre. Recuerdo que mientras recorríamos tiendas musicales en Londres, me contaba historias entrañables de su minino fallecido.

Uno de los días en que vi a Sergio más feliz que nunca fue después de la presentación de The Sorrows of Mexico en Londres. Nuestro editor, Christopher MacLehose, nos invitó a cenar junto con Bill Swainson, Gala Sicart y otra gente de la editorial. En algún momento le pregunté a Sergio cuál era su poema preferido de Bolaño. Después de que me dijo el título, saqué un viejo ejemplar que llevaba de La Universidad Desconocida y la mesa se calló un momento para oírlo leer un poema:

El burro

A veces sueño que Mario Santiago

Viene a buscarme con su moto negra.

Y dejamos atrás la ciudad y a medida

Que las luces van desapareciendo

Mario Santiago me dice que se trata

De una moto robada, la última moto

Robada para viajar por las pobres tierras

Del norte, en dirección a Texas,

Persiguiendo un sueño innombrable,

Inclasificable, el sueño de nuestra juventud,

Es decir el sueño más valiente de todos

Nuestros sueños. Y de tal manera

Cómo negarme a montar la veloz moto negra

Del norte y salir rajados por aquéllos caminos

Que antaño recorrieran los santos de México,

Los poetas mendicantes de México,

Las sanguijuelas taciturnas de Tepito

O la colonia Guerrero, todos en la misma senda,

Donde se confunden y mezclan los tiempos:

Verbales y físicos, el ayer y la afasia.

Y a veces sueño que Mario Santiago

Viene a buscarme, o es un poeta sin rostro,

Una cabeza sin ojos, ni boca, ni nariz,

Sólo piel y voluntad, y yo sin preguntar nada

Me subo a la moto y partimos

Por los caminos del norte, la cabeza y yo,

Extraños tripulantes embarcados en una ruta

Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,

Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos

Y ventiscas de arena, el único teatro concebible

Para nuestra poesía

Y a veces sueño que el camino

Que nuestra moto o nuestro anhelo recorre

No empieza en mi sueño sino en el sueño

De otros: los inocentes, los bienaventurados,

Los mansos, los que para nuestra desgracia

Ya no están aquí. Y así Mario Santiago y yo

Salimos de la ciudad de México que es la prolongación

De tantos sueños, la materialización de tantas

Pesadillas, y remontamos los estados

Siempre hacia el norte, siempre por el camino

De los coyotes, y nuestra moto entonces

Es del color de la noche. Nuestra moto

Es un burro negro que viaja sin prisa

Por las tierras de la Curiosidad. Un burro negro

Que se desplaza por la humanidad y la geometría

De estos pobres paisajes desolados.

Y la risa de Mario o de la cabeza

Saluda a los fantasmas de nuestra juventud,

El sueño innombrable e inútil

De la valentía.

Y a veces creo ver una moto negra

Como un burro alejándose por los caminos

De tierra de Zacatecas y Coahuila, en los límites

Del sueño, y sin alcanzar a comprender

Su sentido, su significado último,

Comprendo no obstante su música:

Una alegre canción de despedida.

Y acaso son los gestos de valor los que

Nos dicen adiós, sin resentimiento ni amargura,

En paz con su gratuidad absoluta y con nosotros mismos.

Son los pequeños desafíos inútiles —o que

Los años y la costumbre consintieron

Que creyéramos inútiles—los que nos saludan,

Los que nos hacen señales enigmáticas con las manos,

En medio de la noche, a un lado de la carretera,

Como nuestros hijos queridos y abandonados,

Criados solos en estos desiertos calcáreos,

Como el resplandor que un día nos atravesó

Y que habíamos olvidado.

Y a veces sueño que Mario llega

Con su moto negra en medio de la pesadilla

Y partimos rumbo al norte,

Rumbo a los pueblos fantasmas donde moran

Las lagartijas y las moscas.

Y mientras el sueño me transporta

De un continente a otro

A través de una ducha de estrellas frías e indoloras,

Veo la moto negra, como un burro de otro planeta,

Partir en dos las tierras de Coahuila.

Un burro de otro planeta

Que es el anhelo desbocado de nuestra ignorancia,

Pero que también es nuestra esperanza

Y nuestro valor.

Un valor innombrable e inútil, bien cierto,

Pero reencontrado en los márgenes

Del sueño más remoto,

En las particiones del sueño final,

En la senda confusa y magnética

De los burros y de los poetas.

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