miércoles, 26 de abril de 2017

La fórmula de la felicidad - Jordi Soler


Creer que uno es la fuente de su propia felicidad es, además de pura arrogancia, un problema de perspectiva; basta levantar los ojos para comprobar que la felicidad viene, casi siempre, de afuera.



24/04/2017 02:36 AM


México

El filósofo Daniel Dennett propone una fórmula para alcanzar la felicidad: “Busca algo más importante que tú y dedica tu vida a eso”. De acuerdo con el ranking de los pensadores más influyentes del momento, según el think tank suizo Gottlieb Duttweiler Institute, Dennett comparte el Olimpo filosófico con Peter Singer y Slavoj Zizek. Valga la puntualización para dejar asentado que quien propone la fórmula de la felicidad no es un cantamañanas, y que quizá esta fórmula sea más sensata, y esté más apegada a la realidad, que la de ese gurú de barrio que le dice a usted piezas de acentuada cursilería esotérica: “Lo más importante eres tú, cuídate, trátate bonito, consiéntete, apapáchate, porque la felicidad está dentro de uno mismo”.

La fórmula de Dennett está llena de sentido común si se piensa, por ejemplo, en los hijos, que son precisamente eso: la felicidad que produce dedicar la vida a algo más importante que tú. Lo mismo sucede con un oficio apasionante, con un quehacer absorbente como puede ser cultivar el jardín, esculpir en madera, o irse de misionero a la sierra de Veracruz.

De acuerdo con la fórmula de Dennett la clave está en salirnos de nosotros mismos, en dejarnos de poner tanta atención y atender cosas más importantes que nosotros, objetivo, por cierto, nada difícil de conseguir pues, en rigor, todo es más interesante que nosotros mismos.

La fórmula de Dennett es impecable, pero va a contracorriente del sentimiento general de las personas en el siglo XXI, que tienden a pensar, y así se los recalca todo el tiempo la mercadotecnia del espíritu, que ellas son lo más importante. ¿De dónde viene tanto narcisismo?

El gurú, el instructor de mindfulness, el maestro de Yoga, el nutriólogo naturista, el coach y todas esas figuras que se aprovechan de la flaqueza de la espiritualidad contemporánea, son producto de las sociedades industrializadas donde las personas tienen ya muy resueltas las necesidades básicas, desde el techo y la comida hasta el Netflix y el Spotify, y una vez instalados en el angustioso vacío que producen las necesidades resueltas, maniobran para apuntarse a un grupo que les procure otra necesidad. Una pulsión pequeñoburguesa ¿O ven ustedes a un campesino de, por ejemplo, Sonora, que está todo el año pendiente de la salud de la tierra que cultiva, apuntándose a la clase de yoga o al cursillo de mindfulness?

El famoso equilibrio latino de “mens sana in corpore sano” se ha roto y se ha decantado hacia el cuerpo. Cuando el gurú del siglo XXI invita a sus pupilos a consentirse, a apapacharse, a tratarse bonito como ruta hacia la felicidad se refiere, invariablemente, al cuerpo, o quizá sería mejor decir: al ombligo.

La idea de que uno mismo es la fuente de su propia felicidad es una simplificación, que además se suma con el aislamiento que producen las nuevas tecnologías en el individuo que, muy pronto, lo hará todo solo en su cuarto: su trabajo de oficina, las compras, la diversión en sus momentos de ocio, el sexo. Decirle a este individuo que se apapache y que se trate bonito sería francamente redundante.

Todo este movimiento hacia el solitario interior de cada quien se apuntala con esa compulsión contemporánea de cultivar el físico, se tenga la edad que se tenga, de atender el corpore antes que la mens. A lo largo de la historia de la humanidad el objetivo había sido volverse más inteligente a medida que se envejecía; los viejos eran los sabios, ese era su valor, pero ahora asistimos a su claudicación: los viejos ya no quieren ser sabios, prefieren estar bien mamados, y dejan la sabiduría en manos del primer pedorro que se pone a impartir cursillos. Me van a perdonar la majadería, pero este nuevo narcisismo va en la misma línea de aquella cartita de Karime, la mujer prófuga de Javier Duarte, en la que se confesaba a sí misma que merecía abundancia.

Creer que uno es la fuente de su propia felicidad es, además de pura arrogancia, un problema de perspectiva; basta levantar los ojos (dejar de mirarse el ombligo, quiero decir) para comprobar que la felicidad viene, casi siempre, de afuera. Viene de dentro solo en el caso de esos ermitaños que exprimen la felicidad de su dura soledad espartana, que sería precisamente lo contrario de consentirse y apapacharse. ¿De dónde viene ese estentóreo narcisismo?, ¿de la satisfacción de todas las necesidades, como apunté más arriba?, ¿de la creciente secularización que ha hecho que el cura ceda el mando al gurú del barrio y que este bendiga al individuo para que se vea a sí mismo como la fuente de la felicidad?

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