miércoles, 26 de abril de 2017

La fórmula de la felicidad - Jordi Soler


Creer que uno es la fuente de su propia felicidad es, además de pura arrogancia, un problema de perspectiva; basta levantar los ojos para comprobar que la felicidad viene, casi siempre, de afuera.



24/04/2017 02:36 AM


México

El filósofo Daniel Dennett propone una fórmula para alcanzar la felicidad: “Busca algo más importante que tú y dedica tu vida a eso”. De acuerdo con el ranking de los pensadores más influyentes del momento, según el think tank suizo Gottlieb Duttweiler Institute, Dennett comparte el Olimpo filosófico con Peter Singer y Slavoj Zizek. Valga la puntualización para dejar asentado que quien propone la fórmula de la felicidad no es un cantamañanas, y que quizá esta fórmula sea más sensata, y esté más apegada a la realidad, que la de ese gurú de barrio que le dice a usted piezas de acentuada cursilería esotérica: “Lo más importante eres tú, cuídate, trátate bonito, consiéntete, apapáchate, porque la felicidad está dentro de uno mismo”.

La fórmula de Dennett está llena de sentido común si se piensa, por ejemplo, en los hijos, que son precisamente eso: la felicidad que produce dedicar la vida a algo más importante que tú. Lo mismo sucede con un oficio apasionante, con un quehacer absorbente como puede ser cultivar el jardín, esculpir en madera, o irse de misionero a la sierra de Veracruz.

De acuerdo con la fórmula de Dennett la clave está en salirnos de nosotros mismos, en dejarnos de poner tanta atención y atender cosas más importantes que nosotros, objetivo, por cierto, nada difícil de conseguir pues, en rigor, todo es más interesante que nosotros mismos.

La fórmula de Dennett es impecable, pero va a contracorriente del sentimiento general de las personas en el siglo XXI, que tienden a pensar, y así se los recalca todo el tiempo la mercadotecnia del espíritu, que ellas son lo más importante. ¿De dónde viene tanto narcisismo?

El gurú, el instructor de mindfulness, el maestro de Yoga, el nutriólogo naturista, el coach y todas esas figuras que se aprovechan de la flaqueza de la espiritualidad contemporánea, son producto de las sociedades industrializadas donde las personas tienen ya muy resueltas las necesidades básicas, desde el techo y la comida hasta el Netflix y el Spotify, y una vez instalados en el angustioso vacío que producen las necesidades resueltas, maniobran para apuntarse a un grupo que les procure otra necesidad. Una pulsión pequeñoburguesa ¿O ven ustedes a un campesino de, por ejemplo, Sonora, que está todo el año pendiente de la salud de la tierra que cultiva, apuntándose a la clase de yoga o al cursillo de mindfulness?

El famoso equilibrio latino de “mens sana in corpore sano” se ha roto y se ha decantado hacia el cuerpo. Cuando el gurú del siglo XXI invita a sus pupilos a consentirse, a apapacharse, a tratarse bonito como ruta hacia la felicidad se refiere, invariablemente, al cuerpo, o quizá sería mejor decir: al ombligo.

La idea de que uno mismo es la fuente de su propia felicidad es una simplificación, que además se suma con el aislamiento que producen las nuevas tecnologías en el individuo que, muy pronto, lo hará todo solo en su cuarto: su trabajo de oficina, las compras, la diversión en sus momentos de ocio, el sexo. Decirle a este individuo que se apapache y que se trate bonito sería francamente redundante.

Todo este movimiento hacia el solitario interior de cada quien se apuntala con esa compulsión contemporánea de cultivar el físico, se tenga la edad que se tenga, de atender el corpore antes que la mens. A lo largo de la historia de la humanidad el objetivo había sido volverse más inteligente a medida que se envejecía; los viejos eran los sabios, ese era su valor, pero ahora asistimos a su claudicación: los viejos ya no quieren ser sabios, prefieren estar bien mamados, y dejan la sabiduría en manos del primer pedorro que se pone a impartir cursillos. Me van a perdonar la majadería, pero este nuevo narcisismo va en la misma línea de aquella cartita de Karime, la mujer prófuga de Javier Duarte, en la que se confesaba a sí misma que merecía abundancia.

Creer que uno es la fuente de su propia felicidad es, además de pura arrogancia, un problema de perspectiva; basta levantar los ojos (dejar de mirarse el ombligo, quiero decir) para comprobar que la felicidad viene, casi siempre, de afuera. Viene de dentro solo en el caso de esos ermitaños que exprimen la felicidad de su dura soledad espartana, que sería precisamente lo contrario de consentirse y apapacharse. ¿De dónde viene ese estentóreo narcisismo?, ¿de la satisfacción de todas las necesidades, como apunté más arriba?, ¿de la creciente secularización que ha hecho que el cura ceda el mando al gurú del barrio y que este bendiga al individuo para que se vea a sí mismo como la fuente de la felicidad?

martes, 11 de abril de 2017

Confirman uso de gas sarín en ataque químico en Siria

Tras realizar tres autopsias a los cuerpos de las víctimas del ataque en Idlib y tomar muestras de sangre y orina, el Ministerio de Salud turco anunció que se utilizó ese agente tóxico.

Las víctimas de Idlib fueron atacadas con gas sarín. (AP)

AP11/04/2017 09:10 AM




AFP06/04/2017 10:01 PM


Washington

El gas sarín, que Estados Unidos acusó el jueves al régimen sirio de haber usado contra una ciudad rebelde esta semana dejando al menos 86 muertos, es una potente sustancia neurotóxica, inodora e invisible, descubierta en Alemania en 1938.

Aunque no sea inhalado, el simple contacto con la piel de este gas organofosforado bloquea la transmisión del influjo nervioso y conduce a la muerte por paro cardiorespiratorio.

La dosis letal para un adulto es de medio miligramo.

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Las víctimas se quejan primero de violentos dolores de cabeza y presentan pupilas dilatadas. Luego sufren convulsiones, paros respiratorios y caen en coma, antes de fallecer.

Las imágenes de Jan Sheijun, una pequeña ciudad de la provincia rebelde de Idlib (noroeste de Siria), mostrando a personas agonizando, buscando desesperadamente la forma de respirar y expulsando espuma por la boca impactaron al mundo.

El sarín puede ser utilizado en aerosol, pero también puede servir para envenenar el agua y los alimentos, según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) en la ciudad de Atlanta.

La ropa que haya estado en contacto con vapores de sarín de forma continua puede contaminar a otras personas hasta media hora después de la exposición, señala el CDC, según el cual existen antídotos.

La fabricación de esta sustancia es un proceso complejo que requiere conocimientos avanzados en química. Pero químicos alemanes de la firma IG Farben lo descubrieron en 1938 por casualidad mientras trabajaban sobre nuevos pesticidas.

Fue usada como arma química durante el conflicto Irán-Irak en la década de 1980 y por la secta "Verdad Suprema" en un atentado perpetrado el 20 de marzo de 1995 en el metro de Tokio.

El régimen sirio ya usó varias veces el gas sarín desde que comenzó la guerra civil en marzo de 2011. El 21 de agosto de 2013, un ataque con este componente mató a mil 429 personas, entre ellas 426 niños, según los servicios de inteligencia estadunidenses.

lunes, 10 de abril de 2017

El escritor a prueba , Sergio González Rodríguez vivió para denunciar el oprobio, pero también para abrir espacios de esperanza




Sergio González Rodríguez vivió para denunciar el oprobio, pero también para abrir espacios de esperanza

JUAN VILLORO
7 ABR 2017 - 18:18 CDT


El ameritado corazón de Sergio González Rodríguez dejó de latir el 3 de abril, a los 67 años. En 1992 fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo con El centauro en el paisaje. 12 años más tarde ganó ese certamen con Campo de guerra, un estudio de la militarización de la política mexicana.


Aunque era experto en la relación entre la literatura y el ocultismo, al comenzar el tercer milenio no buscó un acercamiento esotérico a la realidad: la abordó con rabioso y documentado pragmatismo. Su libro Huesos en el desierto fue un recuento pionero de los feminicidios de Ciudad Juárez, El hombre sin cabeza analizó la simbología de la violencia extrema y Los cuarenta y tres de Iguala indagó las causas que llevaron a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Fui testigo de la persecución que González Rodríguez sobrellevó con insólito aplomo. En 2001, cuando investigaba los crímenes de Ciudad Juárez, Roberto Bolaño lo consultaba para escribir La parte de los crímenes en su novela 2666. La aportación de Sergio fue tan notable que se convirtió en personaje de la historia. Triangulamos informaciones hasta que Roberto y yo recibimos un extraño mensaje; de pronto apareció un recuadro en la pantalla de nuestras computadoras: “Usted no está autorizado para leer esto”. El sistema operativo se congeló y sólo pudo reactivarse apagando la computadora.



A pesar de que en 1999 sufrió un secuestro exprés que le dejó graves lesiones, Sergio indagó la verdad con el temple de un sereno notario de lo real

Poco después viajé con Sergio a Alemania para participar en un coloquio en la Casa de las Culturas del Mundo. Al llegar a Frankfurt, él fue detenido y sometido a una agraviante revisión. Ningún otro pasajero fue tratado de ese modo. Él lo atribuyó a que la policía alemana había recibido un mensaje de las autoridades mexicanas.

De 2004 a 2006, cada vez que nos veíamos en un restaurante, una mesa cercana a la nuestra era ocupada por personas de traje desleído y rostro evaporado, cuya única función parecía ser estar ahí, tomando “nota” de la vida ajena. En alguna ocasión, Sergio les dejó su tarjeta para que le hablaran, ahorrándose la molestia de seguirlo. La recurrente aparición de esos “testigos” impedía atribuirlos al azar. Cumplían un barroco protocolo: se hacían notorios para incomodar y al mismo tiempo pretendían que no espiaban.

En una ocasión, el novelista Horacio Castellanos Moya, que participó en la guerrilla salvadoreña, llegó con retraso a la mesa donde lo aguardábamos. Se dirigió a nosotros hasta que algo lo hizo cambiar de rumbo y salir del restaurante. Regresó al poco tiempo a explicar que las mesas que flanqueaban la nuestra eran ocupadas por conspicuos interesados en el acontecer ajeno. Había salido a revisar la zona y calcular los alcances del operativo. Buscó una camioneta equipada para registrar conversaciones y no dio con ninguna: “Es un operativo sencillo”, diagnosticó: “Son idiotas, sólo quieren que notemos que están aquí”.

Esos burócratas de la vigilancia se convirtieron en una constante hasta que desaparecieron con la arbitrariedad con que habían llegado. A pesar de que en 1999 sufrió un secuestro exprés que le dejó graves lesiones, Sergio indagó la verdad con el temple de un sereno notario de lo real y la ironía de quien vive en un sitio donde el carnaval se confunde con el apocalipsis. No quiso asumirse como víctima e insistió en que la suerte de otros era peor que la suya.

De acuerdo con la ONG Artículo 19, en 2016 hubo 11 asesinatos y 426 agresiones a periodistas en México. González Rodríguez vivió para denunciar el oprobio, pero también para abrir espacios de esperanza. En La ira de México escribe: “Los infiernos terrestres son temporales”. Sus libros, que hoy son espejo del horror, serán en el futuro la historia de lo que nunca debió ocurrir, pero que alguien tuvo la entereza de narrar.

viernes, 7 de abril de 2017

El brío de antaño - Juan Villoro sobre la muerte de Sergio González Rodriguez




Juan Villoro

07 Abr. 2017


Hace casi cuarenta años conocí a Sergio González Rodríguez en la encarnación artística que antecedió a su fecunda trayectoria literaria. Militaba en las huestes del rock como bajista del grupo Enigma, fundado con sus hermanos. Cada integrante había sustituido su apellido por su signo zodiacal y él se presentaba como Sergio Acuario. Eran los tiempos de los hoyos fonquis, galerones sin acústica donde un coche hacía las veces de taquilla (la ventana se bajaba unos centímetros para recibir billetes y despachar boletos). En ese ámbito precario, Sergio imaginaba inauditos viajes sonoros. La aventura le costó el oído y lo convenció de que el arte no necesita otro estímulo que la pasión para ocurrir.

Con José Emilio Pacheco, compartió la creencia de que la cultura es un bien amenazado, que se debe preservar en cada texto. El ejemplo de "Inventario", enciclopedia semanal que Pacheco escribió durante cuarenta y un años, le sirvió para escribir de los asuntos más diversos. Sus libros y sus columnas fueron el saldo de una curiosidad sin límites. Exploró los bajos fondos de la bohemia mexicana; la relación de la cultura con el ocultismo; la obra de artistas contemporáneos como Abraham Cruzvillegas, Gabriel Orozco y Damián Ortega; el sustrato cósmico que D. H. Lawrence, Ernst Jünger, el Dr. Atl y Wilfrid Ewart encontraron en México.

En la sección "Numeralia", que durante años publicó en Nexos, dio peculiar sentido a las estadísticas. Al contrastar datos, transparentaba los delirios de un país sin rumbo, donde se gasta más en propaganda política que en televisión pública. Esa articulación de informaciones dispersas lo preparó para un trabajo de mayor calado.

A partir de Huesos en el desierto (2002), recuento de los feminicidios en Ciudad Juárez, indagó los delitos que se cubren con el manto de la impunidad. En El hombre sin cabeza, exploró las causas de la violencia extrema que pretende borrar todo remanente humano (en la medida en que la víctima pierde atributos como persona y sus huellas desaparecen, el verdugo siente que ingresa a la zona en la que ya nada es rastreable). Campo de guerra, estudio de la militarización del país, le valió el Premio Anagrama de Ensayo y Los 43 de Iguala ofreció hipótesis sobre la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. No es casual que Roberto Bolaño lo consultara y lo convirtiera en el personaje Sergio González que investiga feminicidios en 2666. Varias veces sufrió agresiones y las enfrentó con una valentía y una dignidad ejemplares. Nunca pensó que sufriera más que las personas que entrevistaba y fue capaz, incluso, de sobrellevar el acoso con humor.

En sus conferencias, retomaba la presencia escénica que tuvo en Enigma. Clausuró un encuentro sobre la Ciudad de México en Berlín con una ponencia sobre los sonidos de la urbe y en vez de citar canciones, las cantó. En Edimburgo habló sobre las condiciones del periodismo en tiempos violentos, con tal convicción que un editor inglés decidió hacer un volumen colectivo sobre el tema: La ira de México.

Como amigo, Sergio fue un torrente de afecto, sabiduría, generosidad y gusto por el relajo. Lo oí cantar en el bar Gato Verde, de Guadalajara, y en antros de México y el extranjero donde procuraba demostrar que había perdido el oído pero no la voz. Aseguraba que no escuchaba lo que decíamos, pero era el más enterado de lo que sucedía entre nosotros. Cuando algo le parecía absurdo, hacía el ademán de quien espanta una mosca imaginaria y aceptaba el desastre con ironía: "Todo es posible con tal de no volver a bailar Caballo dorado", comentaba, en alusión a la boda de un amigo en la que hicimos el ridículo en nombre del amor (y todo para que esa unión durara poco).

Sergio sabía ser feliz a través de los otros. Las conquistas, los libros, los banquetes, los viajes, los chismes y las aventuras de sus amigos le producían una dicha esencial. Como nadie, Sergio era "nosotros".

No siempre estábamos a la altura de su entusiasmo. Para animarnos, decía: "¡Has perdido el brío de antaño!". Esta afectuosa admonición nos hacía recuperar algo de nosotros mismos.

Abril ha vuelto a ser el mes más cruel. La intolerable muerte de Sergio González Rodríguez demuestra que hoy, como siempre, nuestro hermano mayor tiene razón: hemos perdido el brío de antaño.

miércoles, 5 de abril de 2017

Sergio, pensar la muerte desde la vida



La Feria


SALVADOR CAMARENA



Mi puerta de entrada a la Ciudad de México se llamó Sergio González Rodríguez.

Era el año 1994. En la colonia Juárez estaba de moda La Tirana, un bar que por entonces rivalizaba con el Milán. Ahí, junto con otros, conocí a Sergio, fallecido ayer en plenitud.

Sergio, que no oía bien en lugares más o menos silenciosos, nunca dejó de invitarnos a todo tipo de espacios, incluidos, por supuesto, aquellos donde el ruido hacía aún más retadora una conversación con él.

Así que desde esas primeras visitas a La Tirana, era Sergio quien hablaba, deslumbrando a alguien recién llegado a la capital como lo era yo entonces.

A pesar del tiempo transcurrido desde aquel año, para mí, y supongo que para muchos de los que lo conocimos o lo leímos, ese fue Sergio: la puerta de entrada a la Ciudad de México, a partes de México, y a otras latitudes, como el universo de la literatura. Esa puerta se atrancó ayer.

Porque a lo largo de todos estos años Sergio siempre fue el mismo: un ser enteramente generoso con su saber y sus oficios. Una persona entregada a su trabajo, devota de su familia, incondicional de sus amigos.

Este domingo busqué a Sergio. Le envié un mensaje sms y no contestó. Nada raro en él, pues su generosidad no estaba reñida con una personalidad inclasificable en rutinas o convenciones que, entre otras cosas, lo hacía capaz de aparecer y desaparecer por épocas.

El domingo quería preguntarle por un trámite, y por un libro que había recomendado meses atrás y cuyos datos no retuve. Como Sergio no contestara fui a Google y encontré a Sergio, es decir, su reseña de Irène, de Pierre Lemaitre. Y a los pocos minutos ya estaba leyendo en el kindle lo recomendado por Sergio, como desde hace tantos años.

Ayer me asomé al estudio de Sergio. En su escritorio reposaban su kindle, su MacBookAir, su Iphone. Y montones de libros en esa diminuta mesa de trabajo.

Al lado de la computadora quedó una pluma plateada con esta frase en letras negras: “Pensar la muerte”.

Muchas cosas se dirán de Sergio en todas estas horas y en muchos días por venir. Seguro tendremos alguna novedad editorial por ahí –a Rossana Reguillo le dijo hace una semana que estaba contento por ello– y mucho se hablará de sus muchos textos.
En su obra, es cierto, se habla de la muerte. Así que la pluma con esa leyenda junto a la computadora de este autor parece algo de lo más normal.

Pero me gustaría pensar que si Sergio fue capaz de libros de referencia obligada en temas de violencia en México, como lo son Huesos en el desierto (2002) o El hombre sin cabeza (2009), se debía a su inagotable ansia por vivir.

Ansia de vida que se traducía en sus crónicas de la noche, sus incursiones en la novela, su pasión por el cine, su errancia permanente, sus carcajadas, su grito de guerra de “vamos a la viiiiida”, su frase-conjuro “sólo te pido una hora de tu vida”, que pronunciaba para evitar que alguien se rajara antes de agotar la velada, su férrea mística de trabajo, que lo sentaba en el potro de la escritura cada amanecer, su filosa ironía, sus viajes al extranjero para cosechar el éxito de su obra, su modestia para ser el mismo de siempre.




Sergio González Rodríguez fue la puerta de entrada a México para un provinciano como yo. Y lo seguirá siendo, en la memoria y en su obra, por mucho tiempo.




Twitter: @SalCamarena

Botas plateadas- Despedida de Rafael Pérez Gay a Sergio González Rodriguez

Botas plateadas

Me despedí de Sergio González Rodríguez al pie de un ataúd de madera clara que lo llevaría a la mañana siguiente al panteón Dolores, donde su familia ha depositado los restos mortales de tres hermanos. Sergio es el cuarto que muere antes de tiempo, como si la muerte respetara tiempos y no supiéramos que trabaja 24 horas al día, sin parar.
No pude evitar; mejor dicho, no quise evitar que la memoria viniera por mí y me llevara a los remotos años 70, a los años de la preparatoria en la cual Sergio y yo nos conocimos e hicimos amigos para siempre. Una preparatoria adonde íbamos a parar todos los estudiantes que por alguna razón salíamos de alguna adversidad académica. Desde entonces, hasta la noche del lunes, la vida nos llevó por el mismo camino, aunque no siempre juntos.
Como un flamazo recordé al pie del féretro que hicimos nuestras primeras armas en Premiá, editora de libros, en el año de 1979 corrigiendo, editando, publicando. Luego formamos parte del consejo de redacción de La Cultura en México de la revista Siempre! que dirigía Monsiváis. Compartimos también las colaboraciones en Nexos, donde escribió la famosa columna Numeralia. La vida nos alejó cuando Sergio empezó sus trabajos editoriales en La Jornada y luego cuando llegó a su segunda casa y su segunda vida en el diario Reforma.
También compartimos la noche. Tengo testigos de que durante un tiempo impusimos un breve reino de sueños y desvaríos en la nueva sombra nocturna que trajo el table-dance a México. Nos seducía la noche y llegamos incluso al bochorno de meternos a oír baladas en un pequeño lugar impresentable que se llamaba Bóboli, en la calle Florencia. Me encantaría volver al Bóboli.
A mí me daban miedo los hoyos fonquis, esos galerones donde tocaban los grupos de rock de principios de los años 80 y la raza, mil o mil quinientos jóvenes, fumaba, bebía y hacía chingadera y media. Sergio Acuario, que así se hacía llamar, tocaba el bajo en Enigma con sus hermanos Pablo, Carlos y su amigo Héctor, el baterista del grupo.
Cuando le dije adiós a Sergio lo vi en el escenario con unas altísimas botas plateadas, el pelo largo y chino hasta los hombros. El bigote negro sobre las comisuras, un chaleco de tiras vaqueras y un pantalón azul eléctrico. Enigma tocaba su gran éxito, un cover del gran grupo Stephen Wolf y aquel éxito de rompe y rasga: “Born to be wild”.
Allá, en ese altar de la memoria, Sergio seguirá tocando siempre los acordes de “Nacido para ser salvaje”.
rafael.perezgay@milenio.com
Twitter: @RPerezGay

Sergio González Rodríguez. Un obituario para Acuario


Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto, entre otras crónicas y ensayos sobre la violencia en México, dejó una obra fundamental para entender ese fenómeno en México y el mundo.

Diego Enrique Osorno | Personas




Con Sergio González Rodríguez hablé hace tiempo sobre la necesidad de escribir obituarios, poner atención en muertes que pasan desapercibidas para que, al contar dichas historias de vida, pudiéramos tener noción de algo, de aquello que una existencia —mirada con calma, sin la prisa de Twitter— puede revelarnos. También estaba en el plan escribir estas notas necrológicas para no olvidar legados de impunidad que dejan personajes abominables y, por supuesto, para honrar a aquellos cuyas proezas resplandecen en el tiempo. A Sergio le agradó la idea de que escribiera obituarios de personajes desconocidos y de villanos, pero no tanto la de mis héroes, así es que contra su voluntad estoy escribiendo este primer obituario sobre un escritor resplandeciente.

Sergio y yo platicamos más de la muerte que de la vida. Fue justo el libro-obituario País de muertos, publicado en 2010 por Debate, con el que iniciamos una charla sobre morir en México en estos tiempos. Una conversación que por igual transcurrió en bares chilangos —por supuesto, de mala muerte—, viejos trenes británicos, el seminario Pensar la muerte de El Colegio Nacional organizado por Juan Villoro e incluso whatsapps recientes en los que escudriñábamos el estudio del CIDE sobre letalidad militar durante el gobierno criminal de Felipe Calderón. “Aquí nos tocó morir”, bromeábamos a veces, parafraseando el “Aquí nos tocó vivir” de Cristina Pacheco, cronista de distintas coordenadas y una época dura pero no tan mortífera como la que Sergio narró en Huesos en el desierto, El hombre sin cabeza, Campo de guerra y Los 43.

Sergio nació el 26 de enero de 1950. Como la mayoría de los Acuario, tenía la enorme determinación de buscar la verdad de las cosas sin que eso lo volviera intolerante. Era lógico y místico al mismo tiempo. Abría su mente a cualquiera pero dejaba que pocos entraran a su alma. Su signo zodiacal era su apodo en Enigma, una de las primeras bandas mexicanas de hard rock, donde Sergio tocaba el bajo y hacía la segunda voz. En los setenta, Enigma sacó Bajo el signo de Acuario, uno de los mejores discos de la década. La canción principal se convirtió en un himno de los hoyos funky del extinto Distrito Federal. En su juventud, Sergio coreaba cosas como “Rebelde nací / Te guste o no así fue / El sol puso en mí / Poderes que nunca soñé” y “Mi signo solar / Me hizo buscar la verdad / Y sabes muy bien / Que no pienso nunca cambiar…”.

Pero su faceta más conocida fue la de periodista y ensayista. Sin ser norteño ni norteñólogo, su nombre quedará ligado a esta región geográfica y literaria de México. En otra década enigmática, los noventa, Sergio se dio cuenta de que en una entonces olvidada ciudad del norte de México, estaba pasando algo que el centralizado país no veía: el asesinato continuo y masivo de mujeres solo por ser mujeres. En 1995, fue invitado a un Encuentro de Escritores en la ciudad de Chihuahua. Al término del evento viajó por su cuenta a la frontera para investigar los feminicidios. Al llegar se topó con un escenario desconcertante y envió sus primeras notas al respecto al periódico Reforma, del cual era fundador. Sergio siguió viajando e investigando los años siguientes hasta que decidió escribir un libro. Así apareció Huesos en el desierto, publicado por Anagrama, en 2002.

A la par de esta vida de periodista investigador, Sergio diseccionaba el arte y la cultura general en sendas columnas que escribía cada semana para los espacios culturales y literarios de Reforma, donde también elaboraba anualmente una lista con los mejores y peores libros del año, la cual le trajo algunos amigos y muchos enemigos. Con bastante destreza, podía pasar de un minucioso relato de psicología forense a uno sobre la pintura latinoamericana contemporánea. Esta característica le daba a su escritura una fuerza sorprendente en muchas ocasiones.

La conexión entre ambos mundos permitió que un día lo buscara el escritor Roberto Bolaño, quien vivía en Barcelona y, pese a haber publicado ya Los detectives salvajes, aún no era tan célebre. Gracias a cientos de noches de insomnio e internet, Bolaño se había convertido en un especialista del tema de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Así, compartía hipótesis y teorías con Sergio, a quien llegó a pedirle que le transcribiera actas del levantamiento de cadáveres para la novela que estaba escribiendo.

Antes de publicar 2666, Bolaño dijo en entrevista al periodista Gabriel Contreras que su novela más ambiciosa tendría mucho que ver con Huesos en el desierto. “La crónica de González Rodríguez me ha ayudado de manera extraordinaria en la realización de esta obra, porque conoce al dedillo los crímenes de Ciudad Juárez que reflejo en mi novela. Él ha sido para mí más que un amigo; ha sido un gran punto de apoyo intelectual. A veces, revisando un documento de sesenta páginas, me sentía mal a la altura de la número cinco. Y me imagino que González Rodríguez lo habrá pasado peor, ya que a mí me protege la ficción, pero él ha tenido contacto directo con el terror, con el más profundo terror”.

El verano de 2016, durante un viaje que hice con el periodista Emiliano Ruiz Parra y Sergio a Escocia e Inglaterra para presentar el libro The Sorrows of Mexico, publicado por el legendario editor Christopher MacLehose, aproveché un recorrido del tren de Edimburgo a Londres para hacerle una entrevista formal sobre su relación con Ciudad Juárez y Bolaño. En el camino, Sergio me contó que después de la publicación de 2666, tardó nueve meses en leer la parte de los crímenes en la que él aparecía como personaje. “Avanzaba y luego la dejaba. Una cosa brutal, brutal porque vas reconstruyendo y tienes un pie en la realidad y en otra te ves como personaje”.

Campo de guerra, otro de sus libros, resultó para muchos reporteros como yo un ensayo fundamental para entender cómo la supuesta guerra del narco que estábamos cubriendo, había quedado enmarcada en un conflicto internacional que iba interiorizándose en las fronteras, litorales o tierra adentro de varios países del mundo y México no era la excepción. Sergio desmenuzaba la Iniciativa Mérida, firmada por los gobiernos de Calderón y Bush, la cual permitió que el gobierno estadounidense asumiera tareas de inteligencia operativa en México por encima del Ejército y la Marina, todo esto bajo los intereses de la seguridad nacional de Estados Unidos. Así ha sido como agencias estadounidenses en algunos casos han manipulado a narcotraficantes mexicanos para favorecer a sus intereses geopolíticos.

En esta época en la que los ensayistas han sido sustituidos por opinólogos y la crónica apenas puede balbucear una explicación de lo que sucede, los ensayos de Sergio tendrán que ser releídos para armar el rompecabezas de nuestra situación, donde nos bordean la violencia extrema, la permanencia del PRI, una profunda desigualdad económica y el fenómeno Trump. Justo ahora mismo que escribo este obituario en un aeropuerto mientras espero mi vuelo a Caracas, Venezuela, releo fragmentos de Campo de Guerra y pienso en cuánta falta nos hará Sergio para descifrar lo que viene: “El horizonte para México —escribió Sergio— indica la normalización de la violencia comunitaria, el fortalecimiento del Estado represivo y la implantación de la máquina de guerra como resultado del estatus de ser traspatio de EU. En otros países, el fortalecimiento militar y policial generalizado reformula también a las sociedades. Ya se sabe: en situaciones bélicas, la primera víctima es la verdad”.

Sergio no murió sin cicatrices. Sus investigaciones en Ciudad Juárez le generaron varias tanto internas como externas. Entre estas últimas, una cojera derivada de la tortura que le habían practicado con un picahielos en las rodillas. Fue por esto que se volvió aún más celoso de su vida personal y poca gente sabía de su familia y del lugar donde vivía. No tuvo hijos, pero hubo un gato, “Pelos”, al que quiso como si fuera de su sangre. Recuerdo que mientras recorríamos tiendas musicales en Londres, me contaba historias entrañables de su minino fallecido.

Uno de los días en que vi a Sergio más feliz que nunca fue después de la presentación de The Sorrows of Mexico en Londres. Nuestro editor, Christopher MacLehose, nos invitó a cenar junto con Bill Swainson, Gala Sicart y otra gente de la editorial. En algún momento le pregunté a Sergio cuál era su poema preferido de Bolaño. Después de que me dijo el título, saqué un viejo ejemplar que llevaba de La Universidad Desconocida y la mesa se calló un momento para oírlo leer un poema:

El burro

A veces sueño que Mario Santiago

Viene a buscarme con su moto negra.

Y dejamos atrás la ciudad y a medida

Que las luces van desapareciendo

Mario Santiago me dice que se trata

De una moto robada, la última moto

Robada para viajar por las pobres tierras

Del norte, en dirección a Texas,

Persiguiendo un sueño innombrable,

Inclasificable, el sueño de nuestra juventud,

Es decir el sueño más valiente de todos

Nuestros sueños. Y de tal manera

Cómo negarme a montar la veloz moto negra

Del norte y salir rajados por aquéllos caminos

Que antaño recorrieran los santos de México,

Los poetas mendicantes de México,

Las sanguijuelas taciturnas de Tepito

O la colonia Guerrero, todos en la misma senda,

Donde se confunden y mezclan los tiempos:

Verbales y físicos, el ayer y la afasia.

Y a veces sueño que Mario Santiago

Viene a buscarme, o es un poeta sin rostro,

Una cabeza sin ojos, ni boca, ni nariz,

Sólo piel y voluntad, y yo sin preguntar nada

Me subo a la moto y partimos

Por los caminos del norte, la cabeza y yo,

Extraños tripulantes embarcados en una ruta

Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,

Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos

Y ventiscas de arena, el único teatro concebible

Para nuestra poesía

Y a veces sueño que el camino

Que nuestra moto o nuestro anhelo recorre

No empieza en mi sueño sino en el sueño

De otros: los inocentes, los bienaventurados,

Los mansos, los que para nuestra desgracia

Ya no están aquí. Y así Mario Santiago y yo

Salimos de la ciudad de México que es la prolongación

De tantos sueños, la materialización de tantas

Pesadillas, y remontamos los estados

Siempre hacia el norte, siempre por el camino

De los coyotes, y nuestra moto entonces

Es del color de la noche. Nuestra moto

Es un burro negro que viaja sin prisa

Por las tierras de la Curiosidad. Un burro negro

Que se desplaza por la humanidad y la geometría

De estos pobres paisajes desolados.

Y la risa de Mario o de la cabeza

Saluda a los fantasmas de nuestra juventud,

El sueño innombrable e inútil

De la valentía.

Y a veces creo ver una moto negra

Como un burro alejándose por los caminos

De tierra de Zacatecas y Coahuila, en los límites

Del sueño, y sin alcanzar a comprender

Su sentido, su significado último,

Comprendo no obstante su música:

Una alegre canción de despedida.

Y acaso son los gestos de valor los que

Nos dicen adiós, sin resentimiento ni amargura,

En paz con su gratuidad absoluta y con nosotros mismos.

Son los pequeños desafíos inútiles —o que

Los años y la costumbre consintieron

Que creyéramos inútiles—los que nos saludan,

Los que nos hacen señales enigmáticas con las manos,

En medio de la noche, a un lado de la carretera,

Como nuestros hijos queridos y abandonados,

Criados solos en estos desiertos calcáreos,

Como el resplandor que un día nos atravesó

Y que habíamos olvidado.

Y a veces sueño que Mario llega

Con su moto negra en medio de la pesadilla

Y partimos rumbo al norte,

Rumbo a los pueblos fantasmas donde moran

Las lagartijas y las moscas.

Y mientras el sueño me transporta

De un continente a otro

A través de una ducha de estrellas frías e indoloras,

Veo la moto negra, como un burro de otro planeta,

Partir en dos las tierras de Coahuila.

Un burro de otro planeta

Que es el anhelo desbocado de nuestra ignorancia,

Pero que también es nuestra esperanza

Y nuestro valor.

Un valor innombrable e inútil, bien cierto,

Pero reencontrado en los márgenes

Del sueño más remoto,

En las particiones del sueño final,

En la senda confusa y magnética

De los burros y de los poetas.

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Qué onda mi Sergio por Elmer Mendoza


MUERE SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Qué onda mi Sergio

Puso a las muertas de Juárez en la solapa de los gobernantes para que las pudieran ver todos los días

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ÉLMER MENDOZA
3 ABR 2017 - 23:43 CDT


Carnal, tengo nieve en las manos y me duelen los ojos de mirar el desierto como lo descubriste. Samalayuca son unas dunas viejas que cruzó Juárez en el séptimo sueño. ¿Qué onda contigo bato? Sé que te gustaban las madrugadas para irte pero nunca pensé que tan lejos. A ese lugar donde seguramente maldita la falta que haces. Pero uno no sabe Serge querido. Encuentro alambiques despedazados y pienso que fue Rulfo, Leduc o Leñero, pero no Sergio González Rodríguez que no sabía de caballos pero si de caballitos. Que sabía de llanto pero no de quebrarse. Hay lluvia de limones en Culiacán y suenan los teléfonos. Y yo me siento a contar con cariño verdadero, con el inmenso cariño que sólo se tienen los alambristas a la hora de caer.



Sergio detestaba la violencia y lo decía recio y quedito



Sergio González Rodríguez escribió muchos libros. En unos jugó a ser Dios y contó lo que le vino en gana, pero en otros fue hombre y tuvo el valor de contar el México que se desangra, que duele; el México herido e indefenso que se hunde en el estercolero de una clase política que sólo sabe de saña y enriquecimiento inexplicable. El México de fosas y cenizas. Sergio señaló sin ambages los condicionamientos judiciales y el grave vicio de los canallas de desvirtuar la palabra. Huesos en el desierto dio un giro al lenguaje con que se contaba un genocidio mexicano cruel e insoportable y lo sacó de lomas de Poleo. Únicas lomas en el mundo sin paisaje. Además, puso a las muertas de Juárez en la solapa de los gobernantes para que las pudieran ver todos los días y pensaran dos veces antes de hacer declaraciones estúpidas y donaltrompianas. Esas muertas aún claman justicia.

Sergio detestaba la violencia y lo decía recio y quedito. Le cansaba la estulticia con que los poderosos fingían no escucharlo. Pero llevaba a México en la sangre y diariamente renovaba su esperanza de que la justicia se asomara por algún lugar; aunque su conocimiento de la sociedad le dijera que nada iba a pasar, que es una sociedad moribunda, que a los mexicanos nos preocupan los problemas pero por alguna extraña razón preferimos reflexionar primero en los de otros países que en los nuestros. Como periodista Sergio señaló todo el desguasamiento aniquilador a los 43 de Ayotzinapa, denunció la farsa; nos contó de los doce mil puntos en la frontera norte por donde pasan armas y la forma impía en que las bandas depredan un país y siguen tan campantes. Un periodista incómodo poco sabe de agujas y pajares, simplemente vive su día con el más significativo de sus deseos: escribir para que el país mejore.



Como periodista, señaló todo el desguasamiento aniquilador a los 43 de Ayotzinapa, denunció la farsa

Todos los años el Serge publicaba su lista de los libros que consideraba imprescindibles. Durante meses, leía sin descanso y con ojo crítico. ¿Por qué lo hacía? Porque todo escritor necesita un editor y un crítico, y este segundo es como un gemelo indeseable. Diciembre era el mes en que le deseaban lo peor y lo mejor. Sus evaluaciones eran palmadas reconfortantes o auténticas cuchillas de guillotina cayendo sobre hermosas e inteligentes cabezas. Y las voces se desbordaban, lo mismo que los tarros y los cigarrillos de humo negro. Esos filos calaban hondo, no digan que no. Carnal, estoy pisando nieve, y Culiacán está a treinta y nueve grados, los mismos que tiene el tequila sin nombre que expande mi ventana.

Muere el escritor mexicano Sergio González Rodríguez





SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ



El autor de 'Huesos en el desierto' y premio Anagrama fallece de un infarto a los 67 años
DAVID MARCIAL PÉREZ


México 4 ABR 2017 - 06:48 CDT


Sergio González, en una sala de la FIL SAÚL RUIZ


“La crítica, como toda la cultura, es temporal, no eterna”
Ante el desamparo extremo
La cultura como arma para salir de la barbarie




El escritor y periodista mexicano Sergio González Rodríguez (Ciudad de México, 1950) ha fallecido este lunes en un hospital de la capital a causa de un infarto. Su obra contiene un reguero de pistas para llegar a comprender el fenómeno de la violencia en México. Premiado y reconocido fuera y dentro de su país, su compromiso le colocó también físicamente en el centro de la diana del terror. En 1999, mientras investigaba la matanza de mujeres en Juárez para su monumental Huesos del Desierto, unos sicarios lo asaltaron en un taxi y lo golpearon hasta dejarle una cojera crónica y un coagulo en la cabeza.

Además de en sus textos, González –una de las voces más honestas, independientes y valientes de su país– vivirá para siempre dentro una de las novelas fundamentales de la literatura contemporánea. En 2666 aparece un reportero cultural de Ciudad de México llamado Sergio González que llega a la ciudad norteña para investigar los feminicidios. Huesos del Desierto fue uno de los primeros estudios rigurosos del fenómeno del aniquilamento serial de mujeres en México. Roberto Bolaño le había contactado por email para documentarse sobre el tema y decidió hacerle un homenaje introduciéndole en su ficción.

El personaje es caracterizado como una especie de anti héroe, divorciado y sin apenas lectores. En esa época, al filo de los 2000, González ya había colaborado con las revistas mexicanas más relevantes –México en la Cultura, Letras Libres,Nexos– y era cronista de la sección de cultura de Reforma, un periódico nuevo y pujante que acabó convirtiéndose en el más potentes del país. De su personaje en la novela y de Bolaño, decía en una entrevista con este medio hace tres años: “Él se inventaba cosas para ponerlas ahí y le valía madre”.

Sus columnas semanales eran influyentes, afiladas y temidas. En 2013 le concedió el Premio Hannah Arendt a la Banalidad Burocrática al penúltimo director de los servicios de inteligencia mexicanos por un libro sobre historia del narcotráfico. La Feria del libro de Guadalajara, el mayor evento editorial en español, le concedió a González hace dos años el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por su trayectoria.

Heredero de una de las generaciones más brillantes de intelectuales mexicanos –Carlos Monsiváis o Jaime García Terrés, exdirector del Fondo de Cultura Económica, fueron algunos de su mentores–, empezó escribiendo en publicaciones estrictamente culturales, para ir ensanchando su trabajo hacia una concepción más integral de la cultura –economía, filosofía política, estudios sobre la violencia– desde la que dar cuenta de compleja realidad de su país. Campo de Guerra, un tratado sobre los vínculos del narco y la política, las nuevas tecnologías y la perdida de soberanía de su país ante EEUU, logró el Anagrama de Ensayo 2014. El editor Jorge Herralde lo calificó entonces como: “un periodista de enorme prestigio en México y América Latina. Un reportero valiente”.

El volumen premiado por Anagrama venía a completar un tríptico compuesto por la investigación periodística sobre Juárez y otra inmersión en las profundidades de la violencia extrema mexicana, El Hombre sin cabeza, (Anagrama, 2009), sobre el fenómeno de las decapitaciones a manos del narco.

Las tesis fuertes de las reflexiones de González giran entorno a la violencia estructural de su país en el contexto del neoliberalismo global. En su último libro, Los 43 de Iguala, el suceso que convulsionó política y emocionalmente al país en 2014, volvió a indagar en las causas y los procesos que hacen posible la extensión y el poder del crimen en México. Elevó una vez más el foco para analizar la desaparición de los estudiantes en Guerrero, uno de los estados más pobres del país y con mayor implantación del narcotráfico. Situó el suceso en la lógica del “poder y el contrapoder del orden global”. En una entrevista con El PAÍS con motivo de la publicación del libro, González repartía –sin equidistancia– responsabilidades a EE UU, a los dirigentes políticos de los muchachos y al frágil Estado de derecho mexicano, al que etiquetaba como alegal. “Se habla de Estado fallido, de Estado joven. En realidad es un Estado que simula el respeto a la ley y que funciona de acuerdo a sus disfuncionalidades. Con índices de impunidad por encima del 90% y territorios enteros del país dominados por el crimen organizado, no podemos hablar de un Estado de derecho”