miércoles, 25 de agosto de 2021

¿Por qué nos sentimos así cuando muere alguien que nunca supo de nuestra existencia?

Por: Daniel Maldonado




Foto: Shutterstock

Hace unas horas nos enteramos que Charlie Watts había fallecido. Primero fueron rumores en Twitter, luego a través de medios internacionales y cuentas con palomita azul. Llegó la confirmación; había muerto la parte elegante del Rock & Roll.

Junto a un escalofrío, una tristeza extraña me invadió: ¿por qué nos sentimos así cuando muere alguien que nunca supo de nuestra existencia? Al igual que ustedes, rápidamente encuentro la respuesta. Tengo mis audífonos puestos. Los Stones están tocando dentro de mis oídos y en ese íntimo vínculo han estado durante los últimos 30 años de mi vida.



Foto: Facebook Charlie Watts

Con un bajo perfil detrás del bombo, la inconfundible afinación de su tarola y acompañado de un finísimo traje o una simple camiseta blanca, Charlie fue, durante casi 60 años, la columna vertebral y el metrónomo de la banda de Rock & Roll más grande del planeta. Sin embargo, sus pasiones y sueños estuvieron siempre en los senderos del Jazz; así de irónico, uno de los rockstars más grandes, en realidad deseaba tocar tranquilo en algún solitario pub.

Aún así y a diferencia de lo que todos podríamos pensar, Watts siempre fue el hombre más aplaudido sobre el escenario de los Stones. En 2006, cuando la banda tocó en el Foro Sol, el público se entregó a Charlie cuando Jagger lo presentó como “El Rey del Mariachi”, un dato innecesario pero que aún conservo de aquella noche.

En marzo de 2017, murió Chuck Berry y con él murieron los años 50. Hoy con la partida de Charlie se van los 60, la década que vio florecer al Rock ‘n’ Roll que junto a su aliado, los milagros geriátricos, están perdiendo la batalla contra lo inevitable.

Pasan las horas, no dejan de llegarme mensajes de amigos, familiares y escuchas de Ibero 90.9; todos en una tristeza colectiva. ¿Por qué nos sentimos así? Ahora tengo otra respuesta; no podemos dejar de sentirnos desolados porque ante nuestros ojos acaba de caer la ficción más hermosa que la cultura pop nos pudo crear. Se acabó la fiesta. Los Rolling Stones no fueron inmortales.

Se nos va un Stone… Charlie Watts, baterista de The Rolling Stones falleció hoy





Charlie Watts. Foto: Facebook The Rolling Stones

Charlie Watts, baterista de The Rolling Stones, murió hoy, a los 80 años, en un hospital de Londres, rodeado de su familia y en paz, así lo confirmó su publicista Bernard Doherty.

“Charlie fue un querido esposo, padre y abuelo y también como miembro de The Rolling Stones uno de los mejores bateristas de su generación”, añadió Doherty en el comunicado publicado en las redes sociales de la banda británica de rock.

La triste noticia llega a menos de un mes de que el baterista anunciara su retiro de la gira 2021 con los Rolling Stones, tras ser sometido a una cirugía en Londres, de acuerdo con medios británicos.

“Después de todo el sufrimiento de los fans causado por la COVID-19, realmente no quiero que los muchos seguidores de los Rolling Stones que tenían entradas para esta gira queden decepcionados por otro retraso o cancelación. Es por ello que he pedido a mi gran amigo Steve Jordan que se presente por mí”, dijo Watts.

Recuerda: Charlie Watts: 75 años de un alma de jazz dentro un cuerpo de rock

martes, 24 de agosto de 2021

Good Time From directors Josh and Benny Safdie (la de Lunes 23 de Agosto 2021)




La imagen que abre Good Time, la última película de los hermanos Josh y Benny Safdie, es una toma aérea sobre el downtown neoyorquino que, mediante un zoom, va cerrándose hacia un edificio de despachos para pronto cambiar y enseñarnos un plano corto de los ojos de Nick (Benny Safdie), en mitad de una sesión de terapia psiquiátrica. La tensión entre los primerísimos planos y las tomas distantes sin profundidad de campo crean en la cinta de los Safdie –trabajo que ha coronado a Robert Pattinson como uno de los mejores actores de su generación– una dialéctica brutal y desasosegante, engranaje que, a la postre, pone en escena un fresco sucio y arrollador sobre la marginalidad y la delincuencia en plena era Trump. Good Time se presenta como una película de robos, una sinfonía del crimen de baja estofa, pero en realidad nos habla de una sociedad que ha perdido la cabeza, por lo que no ha de extrañarnos que su punto de partida sea una clínica y su leitmotiv, el delirio.

Martin Scorsese (Malas calles, Taxi Driver, ¡Jo, qué noche!) o John Cassavettes (Mikey and Nicky) son algunos de los referentes cinematográficos que los Safdie invocan en Good Time, pero en esta odisea urbana a lo largo de 24 horas desesperadas el tándem de cineastas vuelca en pantalla la estética de los docudramas sobre policías y criminales que desde finales de los 80 han ocupado parte de la parrilla televisiva. Desde la cartela del título hasta los zooms que más que seguir, persiguen y oprimen sin descanso a Connie Nikas (Pattinson) y a su hermano Nick, no son pocos los detalles que remiten a esa puesta en escena catódica, sucia y urgente, cuya incorporación en la ecuación de influencias ofrece como resultado un artefacto tan bastardo y contaminado como honesto e histérico. No obstante, y a pesar de los elementos reconocibles, todo en Good Time es instintivo, imprevisible y desconcertante, y rápidamente su historia va desviándose hacia el pantanoso terreno de la incertidumbre, un escenario oscuro y cada vez más alucinado.

Una de las virtudes de los hermanos Safdie es su capacidad para registrar el submundo urbano tratando de establecer una mirada más o menos humanista, y su visión escrutiñadora de los personajes víctimas (y protagonistas) de las fallas del sistema –que tan bien han puesto en práctica en The Pleasure of Being Robbed, Go Get Some Rosemary o Heaven Knows That– se consolida por completo en este largometraje llamado a convertirse en hito generacional. En su conmovedor fatalismo, lejos de cualquier sermón moralista, en Good Time encontramos una poética y áspera reivindicación de los desposeídos, de aquellos que sólo tienen ante sí una huida hacia delante.


A favor: Todo, desde Robert Pattinson a la banda sonora de Oneohtrix Point Never.

En contra:
Que no se pueda disfrutar en salas de cine.

High Life (regresando de mis días de Covid, martes 24 de agosto)

High Life (2018), dirigido por la cineasta francesa Claire Denis, es un magistral esfuerzo por deconstruir el género de ciencia ficción a partir de sus temas fundacionales. La exploración espacial, la búsqueda de recursos para preservar la especie humana y el uso de estrategias de reproducción artificial son algunos de los tropos recuperados por la autora francesa para insistir en los lazos profundos que conciernen al individuo en su relación con la otredad. El análisis elaborado por la directora consiste en observar las reacciones humanas en contextos complejos en los que el individuo es llevado a sus límites, mostrando así una aguda conciencia del comportamiento humano en condiciones extremas y adversas bajo la envoltura de una misión espacial claustrofóbica, narrada con lentitud voluntariamente exasperante.


La trama -estructurada de manera no lineal para subrayar aún más la intención de desestructuración en su base- toma como punto de partida a Monte (Robert Pattinson), un hombre solitario, austero, meditativo, cansado y desmoralizado, que se mueve en los pasillos de una nave espacial decadente, en ruta hacia lo desconocido. Él cuida a una niña pequeña llamada Willow, un invernadero y mantiene informes diarios sobre el estado del viaje. Descubrimos cuerpos criopreservados, descubrimos que la nave está mucho más allá del sistema solar. Llegan imágenes de un pasado lejano, se envían imágenes que se verán en un futuro incierto. Los recuerdos emergen y brillan en la cabeza del hombre. Monte es muy amoroso con la niña; paciente, atento, como si a la recién nacida se le confiara el futuro. Ellos son las últimas personas que quedaron vivas en la nave, creando así una fuerte aura de misterio sobre cómo desaparecieron los otros ocupantes.

High Life,
por lo tanto, parte de la relación padre-hija, presentada a través del delicado enfoque del primero hacia la segunda en un intento de garantizarle un camino gradual de descubrimiento, aunque limitado, de la realidad que los rodea, para penetrar más tarde en temas más oscuros y vinculados a la dimensión de la supervivencia. En este sentido, recurrir a una temporalidad incierta en el desarrollo narrativo es una operación alineada con la necesidad de la autora y el guionista Jean-Pol Fargeau por generar un arco de intriga. El propósito de la expedición es poder extraer energía de un agujero negro a través del proceso de Penrose para que la humanidad acceda a recursos infinitos y puedan explotarse en el planeta Tierra, aparentemente en condiciones precarias. Los miembros de la tripulación son todos exconvictos condenados a muerte, elegidos como “conejillos de indias” para esta misión semisuicida. La canción de cuna que Monte le canta a su pequeña hija nos hipnotiza y nos sumerge a un trayecto existencial de cuerpos inmersos en el espacio infinito, en la ausencia del tiempo, de la vejez y de algún propósito. ¿Adónde nos llevará este viaje? Nadie lo sabe, ni siquiera la ciencia. Comenzar una odisea porque no tienes otra opción es, por sí misma, una prisión, una interrogante. Esta es la base conceptual de High Life. No hay esperanza de un futuro.

El microcosmos social que se crea tiene reglas internas que subvierten la moral. Dominando el orden social distópico está la Dra. Dibs (Juliette Binoche), una mujer de ciencia y al mismo tiempo una reclusa de su oscuro pasado. Desgarrada en cuerpo (vemos una gran cicatriz en su estómago, un rastro indeleble) como en espíritu, está obsesionada con la búsqueda de la creación de vida en el espacio profundo. El proceso es duro: al recolectar la semilla producida por los miembros masculinos de la tripulación durante la masturbación diaria -exceptuando a Monte, una especie de asceta que se excluye de este proyecto-, la usa para implantarla contra su voluntad en prisioneras de la nave espacial, como Elektra (Gloria Obianyo), Mink (Claire Tran) y Boyse (Mia Goth). Sin embargo, el ambiente poco saludable y las condiciones no naturales impiden en varios intentos los resultados esperados por Dibs, lo que provoca comportamientos cada vez más obsesivos, extremos y patológicos.

No hay héroes en High Life, sino personas normales con pasados ​​controvertidos, de este lodo humano emerge un antihéroe, que de forma heroica implementa una sola acción: criar con amor y esperanza a una hija nacida en una nave espacial, que conocerá el vacío infinito entre las estrellas. Las actuaciones logran mantener un pathos muy alto gracias a la verdadera representación de los límites humanos. Pattinson es una certeza en pantalla; más que un actor, es una presencia absoluta, maravillosa como un padre frágil y atormentado, pero de una fibra irrompible; una especie de monje zen capaz de aniquilar sus deseos para sobrevivir a la culpa. “Eres un ser especial”, le susurra Monte a la pequeña. Willow es singularidad más que rareza. Un ser que en lugar de partir de lo “particular” (lo humano) para llegar a lo “general” (lo infinito), hace un camino inverso, casi místico. No es casualidad que la recién nacida sea una niña, no es casualidad que el segundo campo de investigación sea la generación de nuevos seres. Las mujeres son la motivación, los medios y el fin de la existencia humana, mientras que el hombre es el guardián de este gran milagro. Denis logra confeccionar un mensaje profundamente humano a partir de dos temas controvertidos relacionados con la vida: la reproducción y el sexo. El filme explora cómo la estasis prolongada en entornos insulares como la prisión o los viajes espaciales afecta la actividad sexual. Debido a que el homo sapiens es una de las pocas especies para las cuales el sexo es una fuente de placer además de un medio de reproducción, la sexualidad humana se entrelaza con componentes de lo erótico y lo necrótico, un dilema que Georges Bataille abordó en El erotismo (1957), y con la forma en que los aspectos fisiológicos y psicológicos del sexo a menudo están en desacuerdo entre sí. La narrativa de High Life se desarrolla en un mundo donde la actividad sexual está divorciada del proceso reproductivo humano. Los experimentos de Dibs han creado un ambiente donde el sexo como medio de reproducción es obsoleto. Al eliminar cualquier motivación biológica para el acto sexual, Denis coloca la sexualidad dentro de una estructura de poder distinta, gobernada por lo tecnológico (la cabina-máquina sexual a la que acuden los tripulantes para satisfacer sus deseos corporales).

Momentos de violencia repentina, donde el dolor físico, la sangre, la mutilación de la carne se convierten en expresión visual de los sentimientos inquietantes de la tripulación. De hecho, vemos las transgresiones y la brutalidad que recuerda las contribuciones anteriores de Denis, en específico Trouble Every Day (2002) y Les salauds (2013), a lo que el crítico de cine James Quandt catalogó hace unos años como el “nuevo extremismo francés”. Pero también vemos la efervescencia y la calidez del cine más sutil de Denis. Es una película de pasiones e instintos, de impulsos, de cuerpos torturados por el dolor y el vértigo del deseo, sobre los cuales, sin embargo, se extiende el velo de una forma deslumbrante y perfecta, de una belleza plástica deslumbrante (ese resplandor naranja diseñado por el artista Olafur Eliasson que aparece en el tramo final del relato) capaz de superar y neutralizar la oscuridad del agujero negro y la perversidad de la nave. Es precisamente el viaje entre los dos extremos, y la negativa a empaquetarlos de manera individual, lo que permite que High Life entre en otro reino. En última instancia, el espacio y el vacío son, para Denis, lugares interiores incluso antes que físicos. Hay una inquietud existencial compartida; los espectadores podríamos no sólo simpatizar con los pasajeros internos, sino también sentir, en un sentido cósmico, un deseo similar de ser libres de nuestras circunstancias y de nuestra propia condición humana.