miércoles, 29 de abril de 2015

Nepal y la Brecha de Guerrero Pascal Beltrán del Río

Como ocurrió con el terremoto de Haití hace un lustro, el que sacudió a Nepal el pasado fin de semana ha dejado al descubierto las carencias de uno de los países más pobres del mundo.

La naturaleza ha vuelto a ensañarse con los miserables. Con los de un país de 28 millones de habitantes cuyo ingreso promedio per cápita es de dos dólares al día.

De las 43 naciones con menor índice de desarrollo del mundo -medido por la ONU- sólo ocho no están en África. Una de ellas es Nepal. Aparece en el lugar 145 de 187 países.

En realidad, el desastre que ha dejado cerca de cinco mil muertos -la cifra seguramente crecerá en los próximos días- era un acontecimiento esperado.

No se puede detener el avance de las placas tectónicas que a lo largo de millones de años han dado a la Tierra los contornos geográficos y la orografía que hoy tiene.

Las altas cumbres de la cordillera del Himalaya son un recordatorio de un acontecimiento geológico que ocurrió hace 40 millones de años: la colisión de India con Asia.

Nepal se encuentra en el punto de encuentro de las placas Índica y Euroasiática. La Sociedad Geológica británica calcula que, hace 70 millones de años, el territorio que hoy es la India estaba separado de lo que hoy es Asia por seis mil 400 kilómetros de mar.

El brutal choque de esas masas no ha cesado, pues el Himalaya aún crece a un ritmo de entre uno y cinco centímetros por año. Los especialistas calculan que a causa del sismo del sábado, Katmandú, la capital nepalí, se desplazó tres metros hacia el sur.

Para prepararse ante lo inevitable -un terremoto de esa magnitud ocurre en Nepal cada 75 años en promedio-, los niños de Katmandú han sido dotados de silbatos para que los rescatistas puedan encontrarlos entre los escombros. Es la única solución que se puede encontrar en medio de la pobreza.

Aunque el desastre aún no termina -ayer la agencia AP daba cuenta de que un río de lodo había sepultado la aldea de Ghodatabela-, ya aparecieron dos lecciones que, inevitablemente, se aplican a México:

1 No se puede luchar contra el desplazamiento de las placas tectónicas, y, si se quiere evitar desastres similares en el futuro, no queda más que hacer caso de la naturaleza y de los expertos que la interpretan. Las construcciones en zonas sísmicas deben ser más resistentes que en otras. Hay algunas que son demasiado peligrosas para ser habitadas. Eso implica que el Estado informe e invierta, si se quiere salvar vidas.

2 La otra es luchar contra la pobreza sin soluciones demagógicas. Los gobiernos comunistas de Nepal 2008-2013 fueron buenos para ampliar derechos sociales -es el único país de Asia, que yo sepa, que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo-, pero malos para generar crecimiento y prosperidad. Grecia quizá enfrente lo mismo con Syriza. Lo que saca a los pueblos de la pobreza es el empleo.

En México tenemos una larga historia de lidiar con movimientos telúricos. Sabemos de lo que son capaces. Y, para ser justos, hay que decir que se ha avanzado mucho en materia de protección civil.

Sin embargo, estamos seguros que se puede y se debe hacer mucho más que simulacros de evacuación. Esos ya los hacemos muy bien. Ahora tenemos que prepararnos para terremotos tan fuertes o más como los que ocurrieron hace ya casi 30 años y cambiaron la forma en que los mexicanos hacen frente a esos fenómenos.

Sabemos que en la Costa Grande de Guerrero hay una brecha sísmica de 230 kilómetros de longitud, que corre de Acapulco a Papanoa, en el municipio de Tecpan de Galeana.

Gracias a los sismólogos, sabemos que la llamada Brecha de Guerrero ha concentrado energía a lo largo de más de un siglo, pues el último terremoto que tuvo su epicentro allí ocurrió en diciembre de 1911, cuando la Ciudad de México no llegaba a 500 mil habitantes. Aquel sismo destruyó Acapulco -que, evidentemente, no era lo que es hoy- y derrumbó un tramo del techo del mercado de La Merced.

Con todos nuestros avances en materia de protección civil, ¿realmente estamos listos para cuando nos golpee nuevamente un sismo de gran magnitud?

Nepal - Yuriria Sierra

Un ligero sismo nos sorprendió ayer. Poquito antes de comenzar la Segunda Emisión de C3N ¡qué tino tengo: el de ayer fue mi cuarto temblor al aire!. Fue leve: 5.5 grados. Nuestro país se encuentra sobre placas en constante actividad. Lo sabemos, luego de tristes y trágicas experiencias. Aunque justo han sido ellas las que nos han obligado a mejorar nuestros protocolos. Si bien es cierto que los desastres naturales son imposibles de controlar, sí podemos vigilar nuestra manera de afrontarlos y atenderlos.

Muy distinto a lo que se puede contar de otras partes del mundo. Recuerdo cuando Haití se sacudió, hace cinco años. Era 2010 y un sismo agitó tanto a la isla, que vimos cómo se vino abajo, incluso, su Palacio Nacional, que hasta ese día hacía de residencia del presidente del país, ese país que, adicionalmente, es el más pobre de la región. Uno de los más tristes episodios vividos en los últimos años. La rudeza que, a veces, nos demuestra la naturaleza, hasta parece saña cuando recae sobre los países más desprotegidos.

Justo como ocurre ahora en Nepal. El terremoto de 7.8 grados registrado el sábado ha dejado un saldo de más de 5 mil muertos se teme que la cifra se duplique. Y no es que en el movimiento de la tierra haya quedado todo. Los escombros son ahora rociados por el agua de las lluvias, que no paran de caer y dificultar las labores de rescate. Las familias que lo perdieron todo o lo poquito que tenían, ahora buscan refugio en las casas de campaña que serán su hogar por un tiempo indefinido. Es una imagen casi apocalíptica. Y, al dolor de las pérdidas humanas, se unen la impotencia y la carencia. Los damnificados suman más de ocho millones de personas, según lo estima la ONU. Ocho millones en un país de 28 millones de habitantes. La cifra es aterradora. Por su parte, el primer ministro del Nepal, Sushil Koirala, informa que se tienen 16 campamentos oficiales para damnificados. Por supuesto, una cantidad irrisoria si se piensa en la proporción del desastre. Apenas en el centro de Katmandú se encuentran alrededor de 6 mil personas, declaraba el ministro del Interior, Bam Dev Gautam.

En vistas satelitales, las imágenes expresan la magnitud del horror. Tal como sucedió en Haití, en las varias localidades afectadas de Nepal vemos que donde antes había enormes monumentos históricos, antes hermosas ruinas, ahora sólo hay escombros. No ruinas, sino escombros sobre las ruinas. En los campos, que antes eran verdes, ahora hay una multitud de casas de campaña y un número mayor de personas que se refugian ahí de su dolor y de la lluvia. Las calles vueltas crematorios al aire libre de cuerpos que, hasta hace unos días, tenían planes para el año que entra, personas esperándolos en casa, un empleo, una rutina, muchos sueños... que hoy son incinerados en hogueras urgentes.

Y eso sólo en las localidades más urbanas. Porque también en ese otro polo de turistas, las montañas más altas del mundo y, en particular, el Everest, donde 22 alpinistas perdieron la vida el día del terremoto, tras una avalancha. Un campamento entero se convirtió en sepulcro vestido de blanco. Un alpinista logró tomar su celular para grabar las imágenes. Otro alpinista, éste de origen mexicano, se encontraba en el campo base del Everest, en la cara norte, del lado del Tíbet, sin que sufriera daño alguno. Él, junto con otros 37 mexicanos, que se encontraban en Nepal al momento del sismo, por fortuna, todos fueron localizados por la SRE con vida. Y, ayer, inesperadamente, volvió desde la montaña: otra avalancha se registró en el distrito de Rasuwa, desapareciendo con ella a cerca de 250 personas.

El de Nepal es otro de tantos episodios en los que observamos nuestra vulnerabilidad; aunque también nuestra mejor cara: la solidaridad y el sentido de supervivencia. Por un lado, la ayuda intenta llegar desde todos los rincones del mundo, ya van en camino nuestros siempre dispuestos Topos; y por otro, las ganas de los mismos damnificados que mientras asimilan los hechos y se refugian donde pueden, ayudan y con sus propias manos intentan levantar los escombros.


La semana pasada también, las erupciones de volcanes en Chile y Costa Rica. Imposible evitar el pensamiento mágico y decir, decirnos: la Tierra, nuestra casa la única que tenemos, está enojada, nuestra casa se había estado quejando: ahora parece estar furiosa...

viernes, 17 de abril de 2015

Último redoble / Juan Villoro

Nacido en la Ciudad Libre de Danzig en 1927, Günter Grass pasó su infancia entre la cultura alemana y la polaca. Ese espacio desapareció de la realidad con la Segunda Guerra Mundial, pero perdura en la memoria gracias al torrente narrativo de la Trilogía de Danzig.

La Alemania de posguerra se sumió en la niebla y la noche. Theodor W. Adorno juzgó imposible escribir poesía después de Auschwitz y George Steiner, joven león de la crítica judía, desconfió de un idioma envilecido por la propaganda nazi. Los intelectuales alemanes decretaron la Hora Cero para romper con la tradición. En ese entorno devastado, emergió un insólito protagonista: el pequeño Oskar Matzerath tocó su tambor de hojalata. Su redoble marcó el inicio de la Trilogía de Danzig y el renacimiento de la lengua alemana.

Publicada en 1959, El tambor de hojalata aborda el nazismo desde la inocente e irónica perspectiva de un niño que se niega a crecer. Como en los cuentos de Hoffmann y los hermanos Grimm, el protagonista dispone de un juguete mágico: un tambor con el que impone sus caprichos.

Traducida al español en forma espléndida por Carlos Gerhard y adaptada al cine por Volker Schlöndorff, El tambor de hojalata desafió a Grass a estar a la altura de esa temprana obra maestra. No siempre lo logró, pero no dejó de intentarlo. El disciplinado Thomas Mann señalaba que el talento literario no se mide por la mejor obra, sino por la vastedad del esfuerzo. El rodaballo, Encuentro en Telgte, Malos presagios, Es cuento largo, La ratesa y Mi siglo son algunos de los títulos con los que Grass fue fiel a ese principio y que el titánico Miguel Sáenz vertió al español.

Acostumbrado a escribir de pie y leer en voz alta sus textos, Grass usó el lenguaje como una materia dúctil. Su pasión por el grabado y la cocina se extendió a la búsqueda de matices e ingredientes para las palabras, y su trato con la escultura le permitió entender sus novelas como bloques de mármol que debían ser abordados de distintos ángulos para extraer de ahí una figura.

Su paso por la política no fue menos intenso. Socialdemócrata convencido, criticó la represión de los obreros en la RDA, apoyó la política hacia el Este de Willy Brandt, condenó el militarismo de Israel, defendió el derecho de Grecia a pertenecer a Europa y se opuso a la precipitada reunificación alemana. Polemista de primer orden, se sentía cómodo ante un buen adversario. Cuando se hartó de sus combates, buscó alivio en otras inquietudes y se mudó por un año a Calcuta.

Sus posturas políticas y sus experimentos literarios no siempre gozaron de consenso, pero no pasaron inadvertidos. El gran pope de la crítica alemana, Marcel Reich-Ranicki, señaló los excesos y las deficiencias de Grass, pero reconoció que se trataba del mejor escritor vivo en lengua alemana.

Quienes lo tratamos, conocimos a un interlocutor que tardaba en pronunciarse ante asuntos de importancia y se apresuraba a hablar de comida, tabaco, futbol, animales en especial, los favoritos de las brujas o su abuela polaca. Su condición de intelectual público no lo privó de ser un hombre franco y curioso, siempre en busca de un buen guiso o un buen chisme. Enemigo de los fastos, prefería una mesa sin mantel.

En 1999 recibió el Premio Nobel de Literatura. Ocho años después publicó su libro de memorias, Pelando la cebolla, donde confesó haber pertenecido a las tropas de la SS. Este tardío mea culpa fue visto como un doble oportunismo: calló para obtener el Nobel y luego actuó como agente provocador para beneficiarse del escándalo. Al margen de la forma en que el autor construyó su imagen, Pelando la cebolla es un libro excepcional. En una escena, Grass se pierde en el bosque, espacio mágico de los cuentos de hadas alemanes. De pronto, oye ruido. Alguien anda por ahí. ¿Un alemán o un enemigo? El desconocido también advierte otra presencia; para identificarse, silba unas notas de una canción infantil. Grass capta el mensaje y silba la siguiente estrofa. En el país aniquilado por la guerra, una canción infantil salva a dos alemanes. El futuro novelista no olvidó la lección que le deparó el bosque que aún podía ser encantado.

Su muerte, ocurrida hace unos días, obliga a recordar la escena más triste de su principal novela. Oskar recibe su tambor de manos del juguetero judío Sigismund Markus. En la Noche de los cristales rotos, la juguetería es destrozada y Markus se suicida.

Pero la política puede redimirse con la fantasía: Alemania se perdió a sí misma a través de las armas y recuperó su idioma gracias a un juguete.