09 Ene. 2015
Por intermediación de Miguel Ángel Granados Chapa, Vicente Leñero recibió una invitación a trabajar en Excélsior y una advertencia: si se entrevistaba con Julio Scherer García, no le podría decir que no.
En su excepcional crónica Los periodistas, Leñero recoge el episodio y habla de la cordialidad sofocante con la que Scherer imponía sus designios. Una invitación suya equivalía a una orden de Zeus. No había modo de zafarse. En una ocasión me llamó para hacer un reportaje en Cuba. Las principales plantas de electricidad de la isla estaban averiadas. Al otro lado de la línea, la voz que ya formaba parte de la mitología dijo: ¡Es un país sin luz! ¡Dígame que el tema le encanta! ¿Cómo despegan los aviones?, ¿cómo operan los médicos?, ¿cómo se conserva la comida?. Recordé la frase de Martí: Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. Ambas se habían convertido en una sola. Colgué el teléfono agradecido por una oportunidad que minutos antes me hubiera parecido un agobio.
Poco antes de partir supe que ya había luz en la isla. Llamé a Scherer. Con temple de oráculo, dijo: Le voy a dar la más temible instrucción para un cronista: haga lo que le dé la gana.
A don Julio le agradecías que te lanzara al mar sin salvavidas. Su carisma derivaba de una extraña mezcla de afecto y pasión inquisitiva. Te convencía de cualquier cosa como quien hace un favor. Solía fraguar sus planes en restaurantes; aguardaba a sus invitados en la puerta, como si no pudiera entrar sin ellos, y les entregaba un regalo, generalmente un libro, escogido para demostrar que conocía a su interlocutor.
Acostumbrado a embestir sus propios molinos de viento, le exasperaba que el Quijote confundiera tanto la realidad con la ficción. En una ocasión, seleccionó varios pasajes del libro para que se los resumiera. Trataban de los atributos imaginarios que se le agregan al amado. Alguien lo había considerado digno de semejante fantasía. En efecto: el cazador de datos era un romántico dispuesto a sobrellevar la amargura de la verdad con los trabajos del corazón.
De 1968 a 1976 cambió el rostro del periodismo mexicano al frente del Excélsior. Después del golpe propiciado por el presidente Echeverría, desplegó veinte años de magisterio en la revista Proceso.
En una crónica publicada en La Jornada Semanal en 1996, Vicente Leñero contó que Carlos Salinas de Gortari le dijo que había llegado el momento de trascender al director de Proceso. Este mensaje oblicuo se parecía al que recibió Scherer del gobierno de Echeverría, sugiriéndole que prescindiera de su segundo apellido así, entendió que le pedían que eliminara a su editorialista Gastón García Cantú. Scherer y Leñero se negaron a aceptar la sibilina invitación a hacer las paces con el gobierno y a recibir los favores que suelen cristalizar en inexplicables casas en Las Lomas.
En Scherer, la pasión se mezclaba con la disciplina. Admiraba el tono épico del himno soviético, la entrega de la selección alemana, la capacidad de discutir con reglas severas de los jesuitas. En compañía del sacerdote Enrique Maza, el novelista Vicente Leñero y el poeta católico Javier Sicilia, polemizaba sobre religión con la voraz curiosidad de quien busca arrancarle una exclusiva a Dios. No es casual que sus libros fueran actos de pasión. Nada lo dejaba indiferente. Se sometía al incontrovertible tribunal de los hechos, pero no se guardaba un solo sentimiento. Con el tiempo, se convirtió en inevitable protagonista de sus crónicas; los personajes provocaban sucesos para que él los narrara.
En 2010 recibió la invitación de Ismael Mayo Zambada a su guarida. A los 84 años, el reportero había ganado otra exclusiva. En forma esperada, fue criticado por no ofrecer datos que llevaran a la captura. Scherer dijo que era periodista, no delator, y anunció que si el diablo le concedía una cita, iría al infierno.
Su breve estampa de Zambada recoge la perplejidad de un testigo ante la historia bronca, a punto de estallar, y debe figurar en toda antología que registre encuentros de ese tipo, junto a la visita de Graham Greene al destartalado cuartel del insurrecto general Saturnino Cedillo o a la primera reunión de Martín Luis Guzmán con Pancho Villa.
Varias veces traté en vano de entrevistarlo. Yo hago entrevistas, no las doy, aclaraba. Su voz enfática hacía preguntas y daba órdenes de trabajo. Su avasallante personalidad existía en función de los demás. El infierno son los otros, dice un personaje de Sartre.
El portentoso Julio Scherer concibió un extraño paraíso donde los otros siempre tienen algo que decir.
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