viernes, 23 de enero de 2015

Atrapados en la prensa / Juan Villoro

23 Ene. 2015

Conocí a Fernando de las Peñas en la escuela de nuestros hijos. Él llevaba un ejemplar de El País y eso permitió que habláramos de las noticias del día. Muchos años después, me ha escrito para compartir otra historia de la prensa, vinculada con el terrible asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo.

Formado como ingeniero electrónico, Fernando trabajó durante años para una compañía transnacional que lo llevó a París. Hace poco se retiró de la empresa para dedicarse a la lectura, estudiar historia del arte en el Louvre y recorrer las calles parisinas. A propósito de esto último, recuerda que Balzac hablaba de la gastronomía del ojo para referirse a los placeres urbanos que entran por la vista, y que el contundente Victor Hugo sentenciaba: Errar es humano, vagabundear es parisino.

Los paseos suelen llevar a Fernando a un punto definido. Desde su primer viaje a París, hace casi cuarenta años, se aficionó a comprar el periódico en un kiosco frente al Deux Magots, el café donde Sartre fumaba y escribía. Este rito lo llevó a trabar amistad con Monsieur Patrick, encargado del kiosco, que había vendido noticias desde la posguerra sin saber que formaría parte de una de las más dramáticas.

Según cuenta Fernando, el día del atentado en Charlie Hebdo, dos de sus principales caricaturistas reiteraron su costumbre de comprar el diario frente al Deux Magots: Pasadas las once de la mañana, Patrick dejó su puesto a uno de sus ayudantes y se dirigió a casa ignorando los acontecimientos en el distrito XI de París. El tráfico te da para pensar muchas cosas, pero nunca que a algunos de tus clientes los están asesinando en su oficina. Pero así era. Fernando continúa narrando la peripecia de Patrick: Poco antes de llegar a su casa en el norte de la ciudad, un par de tipos le cierran el paso y de manera enérgica, pero muy controlada -uno con un AK-47, el otro con un lanzagranadas-, le dicen: Bájate, necesitamos el auto.

Ante esa escena que parece salida de alguna paranoica fantasía cinematográfica, el periodiquero pide le dejen bajar a su perro, llama a la policía e inmediatamente lo llevan a una sede de inteligencia del gobierno, donde ofrece una de las primeras pistas sólidas sobre la huida de los asesinos del Charlie Hebdo. Mientras tanto, los hermanos Kouachi siguen en su auto y se refugian en una imprenta donde finalmente se enfrentan a los agentes del Estado y mueren, concluye Fernando.

Quienes pretendían silenciar a los periodistas ingresaron en una trama de la que no podrían salir, una trama que dependía de la forma en que se escriben, se imprimen y se distribuyen las noticias.

En la cadena de coincidencias que llevó del crimen a la captura se advierte la deliberación de lo que, a falta de mejor palabra, llamamos destino. Un designio simbólico se insinúa en esos hechos. Los Kouachi podían haber detenido algún otro auto, pero se toparon con el del hombre que reparte las noticias. Enemigos de la prensa, no escaparían de ella. Buscaron refugio en una imprenta mientras el voceador daba parte a la policía.

El más célebre comensal del Deux Magots, Jean-Paul Sartre, defendió la libertad de expresión a riesgo de ser arrestado. Durante el movimiento estudiantil del 68, el general Charles de Gaulle lanzó una cruzada contra los periódicos que más lo criticaban, Libération y La cause du peuple. En respuesta, el autor de El ser y la nada salió a la calle a repartirlos y fue detenido. Cuando De Gaulle lo supo, habló a la gendarmería para decir: En Francia no se mete a la cárcel a Voltaire. El grandilocuente patriotismo de esta frase demuestra que la libertad de expresión se ejerce en condiciones relativas.

Tiempo antes, el Presidente y el ciudadano crítico habían tenido un desencuentro. De Gaulle lo llamó maestro y Sartre respondió: Sólo soy maestro para los camareros que saben que escribo.

Hoy en día, los sucesores de esos camareros discuten las noticias con su vecino, Monsieur Patrick.

Diez periodistas murieron sin más armas que sus lápices. Como si alguien la escribiera, la realidad urdió un relato ejemplar para atrapar a los verdugos. ¿El que a prensa mata, a prensa muere?, pregunta Fernando, cazador de esta historia.







Monsieur Patrick no ha recuperado su auto, pero vende más periódicos que nunca.

viernes, 9 de enero de 2015

Don Julio / Juan Villoro

09 Ene. 2015

Por intermediación de Miguel Ángel Granados Chapa, Vicente Leñero recibió una invitación a trabajar en Excélsior y una advertencia: si se entrevistaba con Julio Scherer García, no le podría decir que no.

En su excepcional crónica Los periodistas, Leñero recoge el episodio y habla de la cordialidad sofocante con la que Scherer imponía sus designios. Una invitación suya equivalía a una orden de Zeus. No había modo de zafarse. En una ocasión me llamó para hacer un reportaje en Cuba. Las principales plantas de electricidad de la isla estaban averiadas. Al otro lado de la línea, la voz que ya formaba parte de la mitología dijo: ¡Es un país sin luz! ¡Dígame que el tema le encanta! ¿Cómo despegan los aviones?, ¿cómo operan los médicos?, ¿cómo se conserva la comida?. Recordé la frase de Martí: Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. Ambas se habían convertido en una sola. Colgué el teléfono agradecido por una oportunidad que minutos antes me hubiera parecido un agobio.

Poco antes de partir supe que ya había luz en la isla. Llamé a Scherer. Con temple de oráculo, dijo: Le voy a dar la más temible instrucción para un cronista: haga lo que le dé la gana.

A don Julio le agradecías que te lanzara al mar sin salvavidas. Su carisma derivaba de una extraña mezcla de afecto y pasión inquisitiva. Te convencía de cualquier cosa como quien hace un favor. Solía fraguar sus planes en restaurantes; aguardaba a sus invitados en la puerta, como si no pudiera entrar sin ellos, y les entregaba un regalo, generalmente un libro, escogido para demostrar que conocía a su interlocutor.

Acostumbrado a embestir sus propios molinos de viento, le exasperaba que el Quijote confundiera tanto la realidad con la ficción. En una ocasión, seleccionó varios pasajes del libro para que se los resumiera. Trataban de los atributos imaginarios que se le agregan al amado. Alguien lo había considerado digno de semejante fantasía. En efecto: el cazador de datos era un romántico dispuesto a sobrellevar la amargura de la verdad con los trabajos del corazón.

De 1968 a 1976 cambió el rostro del periodismo mexicano al frente del Excélsior. Después del golpe propiciado por el presidente Echeverría, desplegó veinte años de magisterio en la revista Proceso.

En una crónica publicada en La Jornada Semanal en 1996, Vicente Leñero contó que Carlos Salinas de Gortari le dijo que había llegado el momento de trascender al director de Proceso. Este mensaje oblicuo se parecía al que recibió Scherer del gobierno de Echeverría, sugiriéndole que prescindiera de su segundo apellido así, entendió que le pedían que eliminara a su editorialista Gastón García Cantú. Scherer y Leñero se negaron a aceptar la sibilina invitación a hacer las paces con el gobierno y a recibir los favores que suelen cristalizar en inexplicables casas en Las Lomas.

En Scherer, la pasión se mezclaba con la disciplina. Admiraba el tono épico del himno soviético, la entrega de la selección alemana, la capacidad de discutir con reglas severas de los jesuitas. En compañía del sacerdote Enrique Maza, el novelista Vicente Leñero y el poeta católico Javier Sicilia, polemizaba sobre religión con la voraz curiosidad de quien busca arrancarle una exclusiva a Dios. No es casual que sus libros fueran actos de pasión. Nada lo dejaba indiferente. Se sometía al incontrovertible tribunal de los hechos, pero no se guardaba un solo sentimiento. Con el tiempo, se convirtió en inevitable protagonista de sus crónicas; los personajes provocaban sucesos para que él los narrara.

En 2010 recibió la invitación de Ismael Mayo Zambada a su guarida. A los 84 años, el reportero había ganado otra exclusiva. En forma esperada, fue criticado por no ofrecer datos que llevaran a la captura. Scherer dijo que era periodista, no delator, y anunció que si el diablo le concedía una cita, iría al infierno.

Su breve estampa de Zambada recoge la perplejidad de un testigo ante la historia bronca, a punto de estallar, y debe figurar en toda antología que registre encuentros de ese tipo, junto a la visita de Graham Greene al destartalado cuartel del insurrecto general Saturnino Cedillo o a la primera reunión de Martín Luis Guzmán con Pancho Villa.

Varias veces traté en vano de entrevistarlo. Yo hago entrevistas, no las doy, aclaraba. Su voz enfática hacía preguntas y daba órdenes de trabajo. Su avasallante personalidad existía en función de los demás. El infierno son los otros, dice un personaje de Sartre.

El portentoso Julio Scherer concibió un extraño paraíso donde los otros siempre tienen algo que decir.

Julio Scherer / Carmen Aristegui F.

09 Ene. 2015

El día en que Francia y el mundo se sacudían con la noticia del atentado contra la revista Charlie Hebdo -en el que, al grito de Dios es grande, se asesinaba a ráfaga vil a un grupo de caricaturistas críticos e irreverentes- es el mismo día en que, a horas de la madrugada, dejaba esta vida el periodista Julio Scherer. Qué mala pasada. ¿Qué hubiera dicho Don Julio de tan funesta coincidencia?

A primeras horas de la mañana, Proceso difundió la noticia a través de un texto que empezó a escribirse horas antes del deceso:

Esta madrugada, alrededor de las 4:30 horas falleció el periodista Julio Scherer García... Llevaba poco más de dos años enfermo... En abril, cumpliría 89 años. El 17 de octubre pasado hizo lo que sería su última visita a la redacción que tanto amó..., escribía, en ese texto, Alejandro Caballero, el atribulado periodista que recibió la difícil encomienda, de su director Rafael Rodríguez Castañeda, para escribir el reportaje especial con el que la revista Proceso anunciaría, horas después, la muerte de su fundador.

La noticia sacudió de inmediato. Moría el periodista y escritor más reconocido de México de las últimas décadas; el protagonista de las grandes batallas por la prensa crítica e independiente en tiempos del autoritarismo pleno; el periodista que sorteó, junto con otros colegas, el peor de los embates posibles en el México del presidencialismo a ultranza: el golpe a Excélsior, operado desde la Presidencia de Luis Echeverría. El golpe de julio de 1976 significó un parteaguas no solo para medios y periodistas, sino para la vida de la nación. La historia se encargó, como se sabe, de colocar cada cosa en su lugar. Echeverría vive, en el ostracismo, los días que le quedan en su casa de San Jerónimo. A raíz de su muerte, la figura de Scherer se ve envuelta en honores: portadas, editoriales, planas enteras, artículos de opinión y cientos de mensajes en las redes sociales. Con un minuto de silencio en el Congreso, homenajes en curso y larga lista de esquelas y reconocimientos, Julio Scherer, ya sin posibilidad de opinar ni de oponerse, muere en calidad de leyenda.

Su historia es la del joven que abandonó sus estudios para dedicarse a la prensa. Del muchacho que escaló desde el primer escalón -de joven mandadero- hasta el último como director general del periódico que llegó a ser reconocido como uno de los más importantes del mundo. La leyenda de Scherer se construyó, también, a partir de grandes reportajes, revelaciones, libros, portadas de alto impacto y una larga lista de entrevistas únicas: John F. Kennedy, el Che Guevara, Fidel Castro, Konrad Adenauer, Revueltas, Octavio Paz, Heberto Castillo, María Félix, Allende, Pinochet, Picasso y un largo etcétera que, lamentablemente, no pudo incluir a Mandela.

Si el diablo me ofrece una entrevista, voy a los infiernos, dijo algún día. A veces tímido, a veces tormenta, Scherer se metió en cárceles, selvas, guaridas, cuarteles, oficinas de presidentes y campos de guerra.

En los últimos años, logró que consumados criminales contaran su vida y sus obras: Caro Quintero, El Mochaorejas, Sandra Ávila y las historias de niñas y niños criminales, que quedaron retratados en páginas de sus reportajes y libros.

Pierna con pierna, conversó con el subcomandante Marcos en la insólita entrevista, grabada en la Ciudad de México y transmitida por el canal 2.

Posó a la cámara con El Mayo Zambada para dejar registro del encuentro con el capo que lo invitó a desayunar porque tenía ganas de conocerlo. La foto se convirtió en portada y dio pie a la narración de Scherer sobre sus fallidos intentos para lograr una entrevista que nunca fue conseguida.

Implacable, incisivo pero, al mismo tiempo, dueño de una personalidad entrañable y cálida, Julio Scherer se convirtió en el periodista por antonomasia. Decidido a hacer lo que fuera para lograr sus propósitos, fue capaz de esperar, parado, durante horas, junto a un elevador hasta que saliera, por ahí, el comandante Fidel Castro. Logró, finalmente, la entrevista anhelada en el marco del triunfo de la revolución. Esta anécdota la contó a CNN su colega y amiga Elena Poniatowska la misma noche del día en que Julio murió y a un año exacto de la última aparición pública del ex mandatario cubano.

La vida de Scherer estuvo ligada estrechamente a la de Vicente Leñero, recientemente muerto también. No supo Julio de la muerte de Vicente. No supo Vicente que Julio se iría sólo algunas semanas después que él. Todos sabemos que se fueron juntos.