miércoles, 21 de febrero de 2018

Un bar - Rafael Pérez Gay

21/02/2018 12:35 AM


En el libro 200 lugares Imprescindibles de Centro Histórico pusimos una placa en las afueras de Madero y Zócalo, en el bar de Peter Gay. Durante muchos años me persiguió la imagen de una fotografía. Aparecía dentro de un portarretratos en una mesa de la sala, o entre los archivos familiares, o en una copia ampliada y puesta en una pared de linajes perdidos. Un hombre blanco, pasados los 50 años, posaba de frente ante la luz del magnesio y miraba algún lugar de finales del siglo XIX. Como los fantasmas que eligen a alguien en el mundo de los vivos para depositar un mensaje, yo imaginaba que ese hombre detenido en el tiempo gracias a la magia de la fotografía me buscaba para revelarme un secreto. Tenía la frente amplia, los ojos claros y usaba un fez en la cabeza, me refiero a esos gorros rojos de los que se desprende un listón negro y cuyo final termina en una borla de seda. Se usan en Turquía, en Egipto, en Marruecos. A veces mi padre se ponía el fez para celebrar con ese rito cotidiano su pasado:

Yo pensé que miraba a Peter Gay hasta que descubrí más bien que él me miraba a mí desde algún lugar del año 1900, cuando el nuevo siglo subía el telón y mostraba los sueños del siglo XX. Eran ilusiones modestas en una ciudad de calles enlodadas de las que se desprendían olores fétidos por los precarios drenajes; calles mortecinas de un alumbrado principiante, basurales en los callejones, prostitutas en la calle de Independencia, victorias y landós atascados en el fango; pulquerías y cantinas; compungidos devotos a la salida de los templos, multitudes a las afueras del Teatro Principal. Una ciudad pequeña, rudimentaria, tan abrumada por los problemas como devorada por la ilusión parisina.

En esa ciudad Peter Gay fabricó su propio sueño. Yo sabía por los relatos de mi padre que mi bisabuelo había sido cantinero. El salón Peter Gay estaba en la esquina de Portal de Mercaderes y Madero, “donde después quedó establecida la cantina El Moro y antes el café de El Cazador”. Formaba parte de los bares a la manera americana que poblaron las calles de Ciudad de México, como el Salón Bach y el Peñón Turf Exchange ubicados en San Francisco (hoy Madero), o el New Orleáns establecido en 5 de Mayo en el Hotel Comonfort. Ahí tomaban coñac el general Sóstenes Rocha, el doctor Porfirio Parra, el militar Arnulfo Arroyo. Alguna vez, Peter le sirvió el aperitivo al general José María Pérez Recio, general divisionario y jefe del Estado Mayor de Bernardo Reyes, ministro de Guerra de Porfirio Díaz. La vida no les dio tiempo para ver a sus hijos, la hija de Gay y el hijo del general Pérez, enredarse en una larga trama que llega hasta esta página del periódico. 

rafael.perezgay@milenio.com

Twitter: @RPerezGay

martes, 13 de febrero de 2018

Misterios de la sala oscura

13/02/2018 02:02 AM


México

Es cierto que los espacios para la crítica en general son mucho más escasos de lo que fueron, y que sin duda esto incluye a la crítica de cine, que ha perdido territorio para cedérselo a la entrevista o la crónica a menudo muy ñoñamente admirativa. Fernanda Solórzano se cuenta, brillantemente, entre quienes han defendido la trinchera en México. Lo ha hecho, desde hace ya varios años, en la revista Letras Libres, atenta al día a día del cine que podemos ver en estas tierras, el local y el foráneo. Y lo hace ahora con un libro, Misterios de la sala oscura: ensayos sobre el cine y su tiempo (Taurus), donde se revela una crítica de primera línea que es mucho más que una crítica cinematográfica.

El título es impecable, de entrada, porque el corazón del libro es efectivamente el cine en relación con su tiempo. Los protagonistas son los directores y sus películas: Spielberg y Tiburón, Bertolucci y su Último tango, Zemeckis, Coppola y El padrino, Matrix, Kubrick… De entrada, la capacidad analítica de Fernanda, su capacidad para diseccionar una película, propia de quien ejerce la crítica en publicaciones periódicas, es envidiable. Pero lo que hace diferente a este libro, la clave de su riqueza, son esas otras tres palabras del título: y su tiempo. El cine, para Fernanda, es una lente para mirar al mundo, una herramienta cultural para leer la realidad, de la misma manera que esa realidad ayuda a enriquecer su lectura del cine. Misterios… es un libro en el que el cine y quienes lo hacen dialogan de manera natural, fluida, clara, elegante, con un entorno cultural complejísimo que va del psicoanálisis a los movimientos feministas, de Tom Sawyer y El guardián entre el centeno a la contracultura, de los Rolling Stones a Marx, y de las pandillas de Mánchester en el XIX a las neoyorquinas en el XX, o sea de la Revolución Industrial a la inmigración irlandesa en Estados Unidos. La crítica, como la entiende y la practica la autora, es pues esa expresión mayor de la escritura que han reivindicado autores de otros territorios culturales, por ejemplo Christopher Domínguez.

Compren este libro, léanlo con el desorden que permite el hecho de que sea una recopilación de ensayos independientes, no un tratado, y vean o vuelvan a ver las películas que lo vertebran. Aprendan de cine. Pero no pierdan de vista que a Misterios de la sala oscura le acomoda también esa otra palabra del título: ensayos. Fernanda Solórzano es una ensayista. Una ensayista, si me permiten una referencia justa, sin adjetivos.