martes, 8 de octubre de 2013

Funeral Blues de W. H. Auden


Stop all the clocks, cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crepe bows round the white necks of the public doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.

lunes, 7 de octubre de 2013

Juan Villoro / La piel ajena


4 octubre 2013.- Clasificar puede ser una forma elegante de discriminar. Fui amigo cercano de Eduardo Agayán hasta que se aficionó a detectar las razas de sus congéneres.

Hay muchas formas de entretenerse y él descubrió que es muy divertido imaginar las combinaciones físicas necesarias para producir a una persona. Por insulso que sea, todo rostro ha sido trabajado por una cadena biológica infinita, el bosque de los cuerpos, como lo llama Rafael Argullol.

Provengo de un pueblo perdido, dijo en una ocasión en que bebíamos el extraño té de clavo que tanto le gusta. Se refería al holocausto armenio perpetrado por los turcos. Su familia emigró a América después de esa tragedia que cobró más de un millón de vidas.

Como los armenios carecen de un país propio, sus sufrimientos cayeron en el olvido. ¿Quién se acuerda de los armenios?, dijo Hitler cuando le preguntaron si no temía el juicio de la historia.

Desde la infancia en que se obsesionó con Batman, el Caballero Oscuro que buscaba vengar la muerte de sus padres, Eduardo Agayán reveló su tendencia al dramatismo. Las cosas que le interesan mucho dependen de una herida remota. Según él, indagar orígenes étnicos es una forma de honrar a los armenios, pues impide que la historia de los pueblos se pierda en la noche de los tiempos.

Lo malo de descubrir diferencias es que unas pueden ser preferibles que otras. Hace dos años Eduardo me lanzó unas palabras más incisivas que su té de clavo: Tus facciones son turcas. No era el primero que me lo decía, así es que eso debe ser cierto, al menos en parte. El problema es que él no ha perdonado a los turcos que masacraron a los armenios.

Como es de suponerse, la revelación de que genéticamente pertenezco al número de sus enemigos enfrió nuestra amistad. Confieso que yo también puse algo de mi parte: si él me vio con desconfianza, yo lo vi con rencor. No estaba ante un experto en antropología física sino ante un aficionado que asociaba mi cara con un crimen contra la humanidad. Eso arde. Para demostrarle que ante todo soy mexicano, me ofendí al máximo, no lo invité a mi cumpleaños y hablé mal de él con Carlitos Muro, que es como hablar con CNN.

Durante dos años sólo nos vimos en la absurda fiesta de Halloween que organizó Chacho y a la que, por fortuna, asistimos con disfraces de brujas y calaveras que impidieron identificar nuestras razas. Luego tuvimos un encuentro casual en un cajero automático. En esta segunda ocasión, me saludó con una efusividad que tardó varias semanas en volverse lógica.

Cuando habló para que nos viéramos, me sorprendió que me citara en una sucursal bancaria. Temí que necesitara un préstamo. ¿Carlitos habría exagerado mis críticas a Eduardo, convirtiéndolas en una calumnia que yo debía resarcir con un cheque?

Eduardo llegó a la cita de buen humor: La tecnología nos ha unido, dijo en forma enigmática. Explicó que, en nuestro encuentro anterior, había visto el trabajo que me cuesta lidiar con la computadora: La touch screen no te obedece.

Tenía razón. Envidio a los que activan las pantallas con un tenue roce de sus dedos. Yo me concentro para que mi alma llegue a las huellas digitales, intento caricias furtivas y luego paso a la técnica de lucha libre del piquete de ojos. Sin resultado alguno. El asunto no mejora lavándome las manos ni poniéndome crema. El siglo XXI ha inventado aparatos que revelan la incapacidad de mi epidermis.

Ahora viene la masajista de signos, añadió mi amigo. Mi confusión iba en aumento.

Minutos después llegó una chica bajita y morena. Sus dedos cortos no hacían pensar en masaje alguno. No todas los manos tienen la misma temperatura ni la misma piel, dijo Eduardo: las de Lupita fueron hechas para la touch screen. La vi proceder sobre la pantalla con virtuosismo digital.

¿Ves?, mi amigo sonrió como quien prueba un axioma. Lupita trabaja en el banco, ayudando a los discapacitados digitales.

Aunque la tecnología suele ser una prótesis, la touch screen convierte a una franja de la población en impedidos.

Lupita me dio su tarjeta por si tenía emergencias de pantalla. Mi ineptitud física quedó acreditada. ¿Eso justificaba el buen humor de Eduardo?

Me pasa lo mismo que a ti, agregó para mi sorpresa. Me mostró sus dedos, de piel casi translúcida, llenos de rayitas, parecidos a los míos. Tocó la pantalla del cajero y no fue obedecido. Eres turco, pero este invento nos discrimina por igual, añadió.

Curiosamente, descubrir que armenios y turcos pueden tener la misma piel no lo llevó a pensar que, en el fondo, los enemigos son lo mismo: El holocausto no se olvida. Y sin embargo, había encontrado una forma de reconciliarnos: compartimos la misma incapacidad. Para nosotros, la computadora no servía para el moderno fin de dominar una pantalla sino para remontarnos a un momento prehistórico en que las razas se unían por idénticas dificultades.

Al despedirse, me dio la mano, con un apretón que juzgué vengativo. Respondí encajándole una uña.

Nadie es responsable de su piel, pero sí de sus intenciones.

Solo los muertos pueden quedarse

TRAGEDIA EN LAMPEDUSA »

Italia concede la nacionalidad a los fallecidos en Lampedusa mientras denuncia a los supervivientes por inmigración ilegal, penada con 5.000 euros y la expulsión
PABLO ORDAZ Roma 6 OCT 2013 - 16:01 CET297





Ataúdes de las víctimas del naufragio en el aeropuerto de Lampedusa. / LANNINO (EFE)

El viernes por la tarde, solemnemente, el primer ministro de Italia, Enrico Letta, anunciaba que todos los fallecidos en el naufragio de Lampedusa —una cifra elevada a 143 personas este domingo— recibirán la nacionalidad italiana. Justo a la misma hora —y no es un recurso periodístico—, la fiscalía de Agrigento (Sicilia) acusaba a los 114 adultos rescatados de un delito de inmigración clandestina, que puede ser castigado con una multa de hasta 5.000 euros y la expulsión del país. Los muertos, sin embargo, podrán quedarse. Ante la imposibilidad de ser identificados, se les ha adjudicado un ataúd, un número y un trozo de tierra en cementerios de Sicilia para que descansen, ahora sí, con la nacionalidad europea que se jugaron la vida por conseguir.



El Ayuntamiento de Roma, en un gesto que seguramente le honra, organizó una vela nocturna por los difuntos y anunció que dará cobijo a los 155 supervivientes del naufragio. El resto, los más de mil que llegaron un día antes, tendrán que seguir hacinados en los inmundos barracones del centro de acogida de Lampedusa, situado —muy convenientemente— en el extremo de la isla opuesto a donde los turistas disfrutan del último sol del verano. La diferencia entre unos y otros es solo de número. Unos forman parte de una noticia de impacto mundial y los otros son solo protagonistas de su propia tragedia. La delgada línea entre Roma y el olvido.


El vicepresidente del Gobierno y ministro de Interior, Angelino Alfano, hasta hace solo unos días delfín de Silvio Berlusconi y ahora su supuesto verdugo político, pidió —también el viernes— el premio Nobel de la Paz para Lampedusa, pero sus habitantes, que conocen a Alfano y a su afligido jefe porque sus Gobiernos aprobaron la ley que criminaliza el auxilio a los náufragos, tienen una idea más práctica. La expresaron por las calles de la isla durante una manifestación de dolor y rabia precedida por una cruz construida con los restos de un naufragio: “Los próximos muertos —porque habrá más muertos y lo sabéis todos— os los llevaremos a las puertas del Parlamento. Nosotros a los inmigrantes queremos acogerlos vivos, no muertos”, corearon.


Cuando sucedía todo lo anterior, viernes por la tarde, ya habían transcurrido 36 horas desde que un barco con más de 500 fugitivos de Eritrea y Somalia, muchos de ellos menores de edad, se incendiara y se hundiera a solo media milla de la isla de Lampedusa, famosa en toda Europa —y tal vez en todo el mundo después de la visita del papa Francisco el pasado julio— por ser el destino de miles de inmigrantes. Y aun siendo así, los políticos italianos —desde el presidente de la República para abajo— seguían haciendo declaraciones como si se encontraran ante una sorprendente catástrofe natural. Un ciclón o un terremoto tremendo que, de improviso, hubiese puesto al descubierto la deficiente construcción de los edificios o el mal entrenamiento del plan de emergencias. Pero no. Cada día, desde que la primavera trae el buen tiempo hasta que el otoño se lo lleva, la isla de Lampedusa, varada en el Mediterráneo a 205 kilómetros de las costas de Sicilia y a 113 de África, es puerto de refugio o muerte de centenares de miles de inmigrantes. Las cifras —siempre aproximadas— indican que, en las últimas dos décadas, más de 8.000 personas han muerto frente a Lampedusa. La alcaldesa, Giusi Nicolini, llegó a escribir una carta desesperada a la Unión Europea —”¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”— y el papa Jorge Mario Bergoglio atrajo la atención sobre la isla al advertir de que “la globalización de la indiferencia” se hace allí carne y sufrimiento.


Por eso, suena del todo incomprensible que las autoridades italianas —la Guardia Costera, la Guardia de Finanzas, la Capitanía del puerto de Lampedusa— tardaran más de dos horas en enterarse de que un barco que albergaba a más de 500 personas estaba ardiendo y hundiéndose a solo media milla de la isla. Y que solo reaccionaran tras ser alertados por algunos pesqueros —otros tres, según los náufragos, pasaron de largo— y que, todavía entonces, pasara mucho tiempo hasta que se decidieron a ayudar.


La denuncia de Vito Fiorino, dueño de una de las embarcaciones que primero se acercó a la zona de la catástrofe, es tremenda: “Eran las 06.30 o las 06.40 cuando di la orden de llamar a la guardia costera, pero no llegaron hasta las 07.40. Nosotros ya habíamos subido a bordo a 47 náufragos, pero ellos lo hacían muy lentamente, podían haber ido más deprisa. Cuando volvíamos a puerto cargados de náufragos hemos visto la patrullera de la Guardia de Finanza que salía como si fuese de paseo. Si hubieran querido salvar a la gente, habrían salido con barcas pequeñas y rápidas. La gente se moría en el agua mientras ellos se hacían fotografías y vídeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les pedimos a los agentes que los subieran a la patrullera, nos decían que no era posible, que tenían que respetar el protocolo. También me querían impedir ir al puerto con los náufragos. Si ahora quieren detenerme por haber salvado a náufragos, que lo hagan, no veo la hora…”, dijo a la prensa en el puerto de Lampedusa.


El problema es que sí, que podrían detenerlo. La legislación italiana contempla desde 2002 —gracias a la presión xenófoba de la Liga Norte en los Gobiernos de Silvio Berlusconi— el delito de complicidad con la inmigración ilegal para quien introduzca en el país a inmigrantes sin permiso de entrada, incluyendo a quienes ayuden a los barcos en los que viajan. De ahí que sea difícilmente compatible la sorpresa y aun la consternación político-institucional por la tragedia con el mantenimiento —durante el año de Gobierno de Mario Monti y los cinco meses de Enrico Letta— de una ley que, como finalmente admitió ayer el ministro de Administraciones Públicas, “alimenta un circuito de xenofobia y racismo que no hace honor a Italia”.


Un país al que fue muy caro llegar. Algunos de los supervivientes han contado que, tras atravesar el desierto y sobrevivir en Libia, tuvieron que pagar 500 dólares por un viaje en barco que incluía una botella de cinco litros de agua para compartir entre tres. Viajaron durante tres días, desde el puerto libio de Misrata. El patrón del barco, un traficante que ya había sido detenido años atrás y que se hacía llamar “doctor”, los amontonaba en función del precio que habían pagado. Los más pobres, en las bodegas, donde todavía siguen, suspendidas las tareas de rescate por el mal tiempo. El fuego, coinciden todos, se originó al encender unas mantas para hacerse ver desde tierra. Pero, como ahora se pregunta Italia avergonzada, o nos lo vieron o no los quisieron ver.


De Lampedusa zarpa una procesión de ataúdes sellados, algunos blancos, sin nombre, numerados del uno al 111: “Muerto número 54, mujer, probablemente 20 años. Muerto número 11, hombre, probablemente tres años...”.

El Papa clama en Lampedusa contra “la globalización de la indiferencia”


Francisco: "¿Quién de nosotros ha llorado por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos sobre las barcas? Estamos anestesiados ante el dolor de los demás".
Miles de inmigrantes africanos y asiáticos irregulares llegan a la isla italiana todos los años





En la cuesta empinada que va del puerto a la parroquia, una mujer joven se enjuga las lágrimas y le dice a su hija: “No lloré cuando te parí y estoy llorando ahora”. La visita del papa Francisco a Lampedusa, la pequeña isla del sur de Sicilia célebre por el desembarco continuo de inmigrantes, había sido preparada con esmero. Una corona de flores arrojada al mar de los naufragios. Un encuentro con inmigrantes africanos. El altar de la misa, una patera. La cruz y el cáliz, trozos de las barcazas azules que llegaron a la isla aquellas tres noches terribles de la primavera de 2011 y cuyos esqueletos continúan —cementerio de la memoria— junto al campo de fútbol. En vez de un lujoso coche oficial, un jeep pequeño, viejo y prestado. Lo único que la alcaldesa socialista y el párroco inquieto de esta isla de 5.000 habitantes no habían podido prever eran las palabras de Jorge Mario Bergoglio. Y fue por esa rendija por donde el Papa colocó sus golpes directos al corazón.


“¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto... La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia”.




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Hay demasiados curas que solo hablan de lo divino en sus sermones, asegurándose de no pisar los callos del poder ni molestar demasiado a sus feligreses, que no están las iglesias como para espantar al respetable. Pero este argentino vestido de blanco ha llegado al Vaticano con ganas de pelea. Decidió que su primer viaje oficial fuera a Lampedusa para vestir de coherencia su discurso sobre la necesidad de que la Iglesia salga de su ensimismamiento y busque las periferias del mundo. Y lo hizo tan ligero de equipaje que pidió a los políticos y a los altos prelados que se abstuvieran de hacer el paseíllo —con lo que a unos y a otros les gusta— y rebajó la seguridad hasta tal punto que quienes quisieron acercarse a él lo pudieron hacer y él los recibió con gusto. Sus dos folios escasos de sermón fueron dinamita pura.


“¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros, pero yo no. Hoy nadie se siente responsable, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el comportamiento hipócrita [..]. Miramos al hermano medio muerto al borde de la acera y tal vez pensamos: pobrecito, y continuamos nuestro camino, no es asunto nuestro, y así nos sentimos tranquilos. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada...”.


Si bien, después de apelar a las conciencias de cada uno, el papa Francisco quiso elevar el tiro. A la hora de elevar la plegaria a Dios, dijo: “Te pedimos ayuda para llorar por nuestra indiferencia, por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros y en todos aquellos que desde el anonimato toman decisiones socioeconómicas que abren la vía a dramas como estos. Te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas”.


Desde hace años, las autoridades civiles y religiosas de Lampedusa reclaman atención sobre un drama que, de tan repetido, ya apenas merece unas líneas en los periódicos o unos minutos en la televisión. Solo cuando la situación es explosiva —aquellas noches de julio de 2011 donde miles de africanos desembarcaron en la isla— retorna la mirada hacia las cifras de espanto. Se calcula que en las últimas dos décadas más de 25.000 personas han perdido la vida en el Canal de Sicilia. De ellos, 2.700 durante 2011, coincidiendo con el conflicto de Libia. Ante la falta de reacción de las autoridades italianas y europeas, la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, envió el pasado mes de febrero una carta a la Unión Europea en la que se preguntaba: “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”.


Desde el pasado mes de mayo, contaba la alcaldesa, “ya me han entregado 21 cadáveres de personas que se ahogaron intentando llegar a Lampedusa. Es algo insoportable para mí y un enorme peso de dolor para la isla. Ya no tenemos ni sitio para enterrarles. No logro entender cómo esta tragedia puede seguir siendo considerada algo normal”.


En parecidos términos se dirigió el párroco de Lampedusa, Stefano Nastasi, a Jorge Mario Bergoglio en cuanto fue elegido Papa, invitándolo a viajar a la isla, situada a 205 kilómetros de Sicilia y a solo 113 de las costas de África, para que conociera de cerca el drama.


Aquella carta, y la noticia de los últimos naufragios —inmigrantes que se agarran a las redes de las almadrabas, otros dejados a su suerte por capitanes sin escrúpulos— influyeron en la decisión del Papa de viajar hacia la última frontera de Europa, hacia “la periferia”, hacia la intersección dramática entre quienes tienen de todo —los turistas que llegan a la preciosa isla del Mediterráneo para pasar sus vacaciones— y quienes se echan al mar apostando lo único que tienen.

De esas notas que duelen en el alma...

Más de 200 fallecidos en el incendio de un barco con inmigrantes en Lampedusa

El Gobierno italiano anuncia un día de luto nacional
El rescate ha logrado salvar la vida de 150 personas, aunque 200 están desaparecidas


PABLO ORDAZ Roma 3 OCT 2013 - 23:50 CET2165



El aeropuerto de Lampedusa convertido en una morgue. / VÍDEO: ATLAS / FOTO: REUTERS


La única novedad es el número. Un número suficientemente alto como para arroparlo con grandes palabras de luto y alarma, una fila interminable de muertos sin nombre al principio del telediario. El resto sucede cada día, por capítulos, sin que merezca el relato trágico de una barcaza con unos 500 inmigrantes a bordo —entre ellos muchos niños y mujeres embarazadas— que, antes del amanecer del jueves, se avería y empieza a hundirse a media milla de la isla italiana de Lampedusa. “Como estábamos cerca de la costa”, cuenta uno de los náufragos, “hemos decidido encender fuego para llamar la atención, pero el puente estaba sucio de gasolina y en pocos segundos el barco quedó envuelto en llamas. Muchos nos hemos lanzado al agua gritando mientras el barco volcaba”. Del medio millar de eritreos y somalíes que intentaban alcanzar suelo europeo, 200 han sido encontrados muertos, alrededor de 150 aún continúan desaparecidos y solo 150 lograron ser rescatados con vida por pesqueros y patrullas de la Guardia Costera. Algunos supervivientes han declarado que tres barcas de pesca pasaron cerca, vieron sus llamadas de auxilio y siguieron su camino.


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El Gobierno ha decretado un día de luto nacional y todas las autoridades, desde el presidente de la República para abajo, han levantado la voz para que Europa les ayude a frenar una tragedia que, desde 1990, ha arrojado a la isla siciliana más de 8.000 cadáveres —de ellos, 2.700 durante 2011, coincidiendo con el conflicto libio—. Pero de todas las palabras pronunciadas, las que tal vez mejor definan la tragedia continua de los fugitivos de África, la rabia ante un desastre conocido y jamás combatido en serio, sean las que, en medio de un discurso escrito, improvisó este jueves el papa Francisco —“se me viene la palabra vergüenza. Es una vergüenza”— o las que, harta de tanta muerte, dirigió la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, al primer ministro Enrico Letta: “El mar está lleno de muertos. Venga aquí a mirar el horror a la cara. Venga a contar los muertos conmigo”.




La barcaza, como muchas de las que cruzan el Canal de Sicilia, había partido del puerto libio de Misrata. Teniendo en cuenta que Lampedusa se encuentra a 205 kilómetros de Sicilia y a 113 de las costas de África, los viejos pesqueros, tripulados por empleadas de las mafias y abarrotados de inmigrantes, alcanzan suelo europeo en tres o cuatro días de navegación. Los últimos días del verano aumentan además el trasiego. Solo unas horas antes del naufragio, otro barco había arribado a Lampedusa con 463 refugiados sirios a bordo y, el lunes 30 de septiembre, 13 jóvenes de nacionalidad eritrea se ahogaron a solo unos metros de la playa siciliana de Sampieri. Pero solo es cuando se produce un gran naufragio —y este último es uno de los más grandes de los que se tienen noticia— la vista se vuelve a una isla de apenas 5.000 habitantes, cuya alcaldesa —harta de la sordera de las autoridades italianas y europeas— envió el pasado mes de febrero una carta a la Unión Europea en la que se preguntaba exclamando: “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”.

Sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza, ha denunciado el papa Francisco

La respuesta no oficial le ha llegado. En el cementerio ya no hay más tierra para tumbas sin nombre. Y tampoco en la morgue ni en el pequeño puerto hay espacio para tantos cadáveres de hombres, niños y mujeres embarazadas. Los cuerpos recuperados de las aguas y los localizados, a última hora de la tarde, en el interior del pecio hundido se están trasladando a un hangar del aeropuerto, adonde también llegó a media tarde el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Angelino Alfano, quien confirmó los detalles del naufragio —los teléfonos que no funcionaban, los trapos que se prendieron, las cifras cada vez más insoportables de ahogados—, pero no quiso entrar en la cuestión que ensombrecía aún más la jornada. ¿Es verdad que tres barcos pesqueros habían visto la angustia de los inmigrantes y no les habían ayudado? “No los han visto”, respondió el ministro, “si no, habrían intervenido. Los italianos tienen un gran corazón. Hemos salvado la vida a 16.000 náufragos”.


Giusi Nicolini, en cambio, no lo tiene tan claro. La alcaldesa sí dio validez a la denuncia de los inmigrantes, pero atribuyó la supuesta actitud insolidaria de los pescadores a la actual legislación italiana, aprobada en 2008 por el Gobierno de Silvio Berlusconi bajo la inspiración de su entonces ministro del Interior, Roberto Maroni, de la xenófoba Liga Norte. “Si se han ido y no los han ayudado”, explicó Giusi Nicolini, “es porque nuestro país ha procesado a pescadores y armadores que han salvado vidas humanas por complicidad con la inmigración clandestina. Por eso, lo que el Gobierno tiene que hacer hoy mismo es cancelar este delito, cambiar la norma”.


Solo unas horas antes había arribado otro barco con 463 personas a bordo

Mientras los equipos de rescate iban aterrizando en la isla para recuperar los cadáveres —ya se descarta encontrar a más inmigrantes con vida—, las declaraciones de los políticos se fueron sucediendo, idénticas a las de la última tragedia. Se resumen muy bien en las palabras del presidente de la República, Giorgio Napolitano: “Es indispensable luchar contra el tráfico criminal de seres humanos en colaboración con los países de procedencia de los flujos de emigrantes y solicitantes de asilo. Son, por tanto, indispensables los controles en los países de procedencia de los emigrantes o de los que solicitan asilo”. Pero no hay que irse muy lejos, solo al 11 de julio de este año, para recordar las palabras —allí en Lampedusa— del papa Francisco e intuir que esta conmoción oficial terminará pronto, muy pronto. “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: ‘yo no he sido, serán otros’. ¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos…? La ilusión por lo insignificante nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros”.


Sobre todo si el otro yace bajo una tumba sin nombre en una isla perdida.