martes, 27 de agosto de 2013

Palabrotas y groserías- Por: Alma Delia Murillo - agosto 24 de 2013 - 0:00

Dice la Real Academia de la Lengua Española: Palabrota: Dicho ofensivo, indecente, grosero. Grosería: 1) Descortesía, falta de atención y respeto. 2) Tosquedad, falta de finura y primor en el trabajo de manos. 3) Rusticidad, ignorancia. Digo yo, basada en mi Real Gana de la Lengua Emancipada: Palabrota: palabra muy larga compuesta por muchos caracteres, por ejemplo desoxirribonucleico o desproporcionadamente.

 Grosería: estandarte del territorio libre, autónomo y catártico de nosotros los prófugos de las buenas maneras absurdas, del eso no se dice, de la tía regañona, del colegio de monjas, de la maestra pellizcona, del papá autoritario, de la madre cabrona. Por ejemplo: pinches, pendejos, putos, culeros todos ellos. Me preocupa sobremanera, queridos lectores, darme cuenta de que a estas edades, siendo semejantes adultotes con nuestros aparatos reproductores plenamente desarrollados -y en algunos casos en franco declive- sigamos bajo el yugo de comportamientos inducidos a punta de cintarazos, encierros, torturas y silencios distantes.

 Es que no podemos seguir como niños sufrientes delante del plato de sopa que no queríamos tomarnos, sometidos al insoportable relamido de pelo detrás de las orejas o temblando como gorrioncillos ante la idea del castigo divino. Pos qué es eso, repitan conmigo: soy adulto y si me da la rechingada gana puedo decir todas las groserías que quiera. Otra vez, con más convicción. Otra, con encono y malasangre. 

Eso, muy bien. Me mata de ternura leer y escuchar a contemporáneos que utilizan expresiones del tipo: “pinqui, ching… cañón, verch, verdolaga”. Se dice pinche, chingada, cabrón y verga. Por lo menos en México, estoy consciente de que, bendita diversidad, el tema es vasto en el mundo hispanoparlante y que en Sudamérica o en España tienen sus propias y maravillosas joyas. Porque si el culo se llama culo por más feo que suene, la verga ídem. Ya, tranquilos, respiren, sí lo dije. Sí soy yo diciendo todas esas vulgaridades. 

¿Que no debería un escritor decir tales bajezas? Se equivocan. El lenguaje es pasión y poesía pero también herramienta. Actuaría en detrimento de mis posibilidades creativas si yo misma me limitara o reprimiera. A ver díganle a un pintor que no use un color determinado porque es de mal gusto o a un bailarín que no haga tal movimiento porque es desagradable.  A que no. ¿Que no dicen groserías porque tienen hijos? Ternuritas, cositas lindas y encantadoras. 

Permítanme que los espabile y los pervierta un poco: sus hijos se saben más palabrotas de las que podríamos imaginar. Y todas son más soeces y perturbadoras de lo que nosotros “los adultos” concebimos. Un buen día me puse a jugar con mi sobrina de dieciséis años a decir insultos en orden alfabético. Es que el trayecto era largo y nos dirigíamos, sin muchas ganas, a una reunión familiar. Madre mía. Me quedé sin aliento la mitad de las veces: cada vez que era su turno. Dijo tantas y tales cosas que pasé tres noches sin poder dormir nomás de acordarme. 

Le pregunté si sus primos (casi diez años menores que ella) conocían todo ese bagaje científico y me contestó que ellos le habían enseñado gran parte su abundante glosario de términos. Por supuesto que no les dije nada a mis hermanas, las madres de las criaturitas en cuestión. Soy todo menos una traidora de la hormona adolescente. Una tiene sus lealtades bien definidas.

En este mismo espacio me han escrito varias veces reprendiéndome por decir malas palabras. Pero ese es un vocablo aparte: PRI, corrupción, naco, abstemio y exitoso son ejemplos de malas palabras según mi RGLE (por sus siglas en español y citada al principio de este texto). Sé que hay quienes no lo toleran y que no me darán la razón, quédensela, al cabo que ni la quiero. También han dejado comentarios vaticinándome una vida  terrible por ser tan grosera pero hoy estoy insoportable y una vez más les diré que se equivocan: me irá como me tenga que ir porque la vida no tiene prejuicios, ni si quiera con las palabras.


 Es más, casi me aventuro a concluir lo contrario: desobedecer es bueno. No hay mito fundacional que no pase por la historia de algún desobediente que le pintó huevos y mandó a chingar a su madre a los dioses, al destino y, desde luego, a los buenos modales. Por algo será. Así que les apremio a que digan con gozo, sabrosura, autoridad y consistencia todas las groserías que se sepan cuando les dé su gana, su real y chingada gana, porque aquí todos somos soberanos. Faltaba más. @AlmaDeliaMC

Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/24-08-2013/16918. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley. Si lo cita, diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. SINEMBARGO.MX

45 y contando - o dentro de 10 yo llego a ese rango!!


45 y contando. 

Ya tengo la edad de mis papás.


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El próximo domingo 1 de septiembre cumpliré 45 años. Los nuevos 35, según me entero, aunque la mera verdad es que yo me siento como de 38 #NiParaQuéMentirles. Todavía no me da por correr maratones, pero estoy como a 15 minutos. Lo que sí ha pasado es que hoy más que nunca estoy muy consciente de que éste debe ser mi momento… o ya no será.
Veamos. No planeé mi vida. Es decir, jamás me fijé metas estilo “a tal edad debo de estar trabajando en tal empresa”, o casada y con hijos, o derrochando glamour (ya saben: auto, depa, viajes). Más bien me planteé lo que no quería para mí y en función de eso fui descartando. Todo al revés, pues. Nunca me imaginé en un trabajo que no me gustara o en el que tuviera que tragar camote (que expresión tan horrible, dicho sea de paso) para permanecer o ascender. Siempre me juré que nunca tendría una pareja que no venerara el suelo que yo pisara #Osea #LaPocosNoviosYunosAmigos. Jamás me ha interesado ser ajonjolí de todos los moles, o más bien será que no se me da, y mis amistades siempre han sido pocas, pero muy queridas.
25 años después de que en casa mataran víbora en viernes por mi independencia económica, volteo y hago el recuento de lo que he conseguido: dos resueltas hijas adolescentes, una profesión que me encanta, un espectacular compañero de vida, amigas solidarias, viajes soñados. Bien ¿no? Debería de estar festejando. Y sí lo hago, de veras. El punto es que me acaba de cuadrar que ya tengo la edad de mis papás.
¿En qué momento pasó esto? Justo la semana pasada la adolescente mayor llegó a la casa quejándose de la presión de sus maestros por definir la profesión que estudiará y cómo se ve de aquí a 10-15 años, cuando sólo tiene 14. Yo me la imagino perfecto: hará carrera en la radio porque tiene el don de la palabra y una voz espléndida, representará a México como la destacada diplomática que será porque le regresará al país el brillo de la era García Robles, y habrá iniciado una espectacular trayectoria como guionista de multipremiadas series de televisión que tomarán la estafeta de Mad MenHouse of cards Breaking Bad. Tal cual, eso y más. ¿Ven? Es oficial, soy mi mamá.
De pronto tengo la edad que tenían mis papás cuando yo empezaba a volar. Y me veo empezando a soñar la vida que tendrán mis hijas en vez de aplicarme y disfrutar la que me he dado yo. ¿He hecho todo lo que he querido? ¿Me he esforzado lo suficiente por conseguirlo? ¿Hasta dónde quiero llegar? ¿Todavía puedo hacerlo? ¿Tendré la oportunidad?
Ajá. #YoConfieso que estoy en plena crisis de la mediana edad. Todas las mañanas cuando me veo en el espejo me descubro una arruga más y últimamente me debato sobre a las cuántas canas las empezaré a pintar. Y luego salgo y me encuentro a mis hijas frescas, lindas, jóvenes, rebeldes y reconsidero la baba de caracol y, por qué no, losenvolventes de chocolate y hasta la crema teatrical.
Lo sé, no necesitan decírmelo. No estoy ni me siento vieja, sólo es que ya tengo la edad de mis papás. Estoy en ese umbral en el que ya no hay vuelta atrás para terminar de soltarme el chongo -personal, profesional- y aceptar de una vez por todas que ya no me cuezo al primer hervor y que no hay mejor forma de permanecer joven que mantenerse activo (aunque a estas alturas la cirugía estética no sea tan mala idea después de todo, ash).
Por lo pronto este domingo me espera mi cumple ideal: ruta ciclista por la mañana, chile en nogada para la comida, maratón de cine y series por la tarde-noche, apapachada por mi familia. Será el primer día del resto de los mejores días de mi vida, porque para viejos los cerros… y hasta ellos reverdecen. ¿Ah, verdad?


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viernes, 23 de agosto de 2013

Juan Villoro / El carril que nos toca

23 agosto 2013.- Hace unos 25 años, el pintor Saúl Villa me reveló un argumento sobre la textura del mundo que tardé décadas en aquilatar. Espléndido lector y cinéfilo consumado, mi amigo daba estupendas recomendaciones sobre libros y películas. En una ocasión le pregunté acerca de un estreno y comentó: No lo he visto, pero no creo que valga la pena. Quise saber en qué basaba su argumentación y me explicó que no le había gustado a una amiga cuyo nombre no retuve. Saúl no era una persona fácil de influir, de modo que me interesó saber por qué respetaba tanto esa opinión. Es la más rápida de mi carril, dijo en tono irrefutable.


El pintor organizaba la realidad a partir de las jerarquías de su carril. Para la portada de mi libro Albercas, creó una superficie con ondas que aludían a los misterios de la transparencia. Nada es tan elocuente como lo que está a la vista y sin embargo encierra un enigma.


Un cuarto de siglo después de aquella inolvidable frase de Saúl, coincidí con el escritor Naief Yehya en Nueva York y me habló de la alberca en la que todos los días nada tres mil metros.


Naief pertenece a una comunidad que convive de siete a nueve de la mañana en el carril de una alberca de Brooklyn. Aunque podría nadar por su cuenta, prefiere hacerlo en esa fraternidad donde los puestos se definen con rigor. Uno de los aspectos más interesantes de la secuencia de natación es que los puestos se escalonan con precisión. Es posible rebasar, pero hay que respetar un orden básico. El que va al frente deber merecerlo. En consecuencia, sus opiniones son respetadas como una extensión de su destreza acuática. Si no le gusta una película, no hay que verla.


El autor de La verdad de la vida en Marte es una de las personas más amables que conozco. Esto lo llevó a una cortesía insólita en la natación: una mañana le cedió el paso a otro nadador. Pensó que, llegado el momento, recibiría un trato similar, pero no fue así. En el agua, la gentileza es un signo de debilidad.


Esto no implica una relación hostil. Las molestias representan un estímulo. Todos se quejan del que va enfrente y de la temperatura del agua y eso ayuda a disputar por metros y segundos. El tiempo y el espacio son ahí algo cuantificable. Se sabe quién toca primero la meta y quién la toca al último.


El atleta que se prepara para un deporte individual lucha contra sí mismo. El nadador aficionado prefiere complicarse la vida en compañía. El inobjetable desenlace puede llegar después de roces previos, que sin embargo se aceptan como una sencilla impureza de la realidad.


Al oír a Naief entendí que estaba ante algo más intenso que el ejercicio. Ese esfuerzo tiene sentido por la presencia de los otros. Se trata de una convivencia extrema, un peculiar juego de conjunto donde los participantes luchan entre sí. El único otro deporte que se le parece es la vida diaria.


La justicia en el carril no es perfecta porque uno le puede tapar el camino a otro, pero eso no llega a representar una falta grave, y mucho menos un delito. Nadar en densidad es una práctica moral, donde los demás son impedimentos necesarios.


Naief me hizo recuperar el asombro con que oí a Saúl hace 25 años. ¿Hay algo más noble que concederle autoridad a quien nos supera? Y el hecho de que el ganador se pueda servir de una treta incrementa la dignidad de quien lo admira. Soportar defectos engrandece más que reconocer méritos.


Uno de los grandes problemas de la vida social es que no tiene carriles ni participantes reconocibles. Ignoramos la duración del trayecto, lo que se espera de nosotros, el punto exacto en que invadimos el carril de al lado.


En un poema, Carlos Pellicer dice: Agua del nadador que la divide. La única forma de poseer una superficie líquida es atravesarla, y mucho antes Quevedo escribió: Nadar sabe mi llama el agua fría. No es fácil pasar del tonificante ardor de la piscina a la zona donde hay toallas, la ropa está seca y se respira por la nariz. El ruidoso caos que llamamos normalidad puede ser recorrido sin llegar a otra meta que el extravío. El cuento El nadador, de John Cheever que Frank Perry llevó al cine con Burt Lancaster, plantea ese dilema existencial. El protagonista sólo se siente cómodo en el agua y recorre el acaudalado suburbio donde vive nadando de piscina en piscina. A la orilla de cada alberca, repasa y modifica las relaciones que ha tenido en su vida. Cuando finalmente vuelve a casa, descubre que ya no vive ahí. Esta anti-Odisea plantea el riesgo de querer vivir en otro elemento.


La memoria de la especie no se desprende de la tentación del agua. Las microsociedades que se reúnen en el carril de una piscina aluden a los tiempos en que fuimos sociables protozoarios, pero también a un porvenir, todavía utópico, en que la vida en común estará tan bien organizada que todo mundo se dará lata para salir adelante.



Articulo Enviado por: arturo a las 2013-08-23 05:49:28