martes, 8 de octubre de 2013

Funeral Blues de W. H. Auden


Stop all the clocks, cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crepe bows round the white necks of the public doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.

lunes, 7 de octubre de 2013

Juan Villoro / La piel ajena


4 octubre 2013.- Clasificar puede ser una forma elegante de discriminar. Fui amigo cercano de Eduardo Agayán hasta que se aficionó a detectar las razas de sus congéneres.

Hay muchas formas de entretenerse y él descubrió que es muy divertido imaginar las combinaciones físicas necesarias para producir a una persona. Por insulso que sea, todo rostro ha sido trabajado por una cadena biológica infinita, el bosque de los cuerpos, como lo llama Rafael Argullol.

Provengo de un pueblo perdido, dijo en una ocasión en que bebíamos el extraño té de clavo que tanto le gusta. Se refería al holocausto armenio perpetrado por los turcos. Su familia emigró a América después de esa tragedia que cobró más de un millón de vidas.

Como los armenios carecen de un país propio, sus sufrimientos cayeron en el olvido. ¿Quién se acuerda de los armenios?, dijo Hitler cuando le preguntaron si no temía el juicio de la historia.

Desde la infancia en que se obsesionó con Batman, el Caballero Oscuro que buscaba vengar la muerte de sus padres, Eduardo Agayán reveló su tendencia al dramatismo. Las cosas que le interesan mucho dependen de una herida remota. Según él, indagar orígenes étnicos es una forma de honrar a los armenios, pues impide que la historia de los pueblos se pierda en la noche de los tiempos.

Lo malo de descubrir diferencias es que unas pueden ser preferibles que otras. Hace dos años Eduardo me lanzó unas palabras más incisivas que su té de clavo: Tus facciones son turcas. No era el primero que me lo decía, así es que eso debe ser cierto, al menos en parte. El problema es que él no ha perdonado a los turcos que masacraron a los armenios.

Como es de suponerse, la revelación de que genéticamente pertenezco al número de sus enemigos enfrió nuestra amistad. Confieso que yo también puse algo de mi parte: si él me vio con desconfianza, yo lo vi con rencor. No estaba ante un experto en antropología física sino ante un aficionado que asociaba mi cara con un crimen contra la humanidad. Eso arde. Para demostrarle que ante todo soy mexicano, me ofendí al máximo, no lo invité a mi cumpleaños y hablé mal de él con Carlitos Muro, que es como hablar con CNN.

Durante dos años sólo nos vimos en la absurda fiesta de Halloween que organizó Chacho y a la que, por fortuna, asistimos con disfraces de brujas y calaveras que impidieron identificar nuestras razas. Luego tuvimos un encuentro casual en un cajero automático. En esta segunda ocasión, me saludó con una efusividad que tardó varias semanas en volverse lógica.

Cuando habló para que nos viéramos, me sorprendió que me citara en una sucursal bancaria. Temí que necesitara un préstamo. ¿Carlitos habría exagerado mis críticas a Eduardo, convirtiéndolas en una calumnia que yo debía resarcir con un cheque?

Eduardo llegó a la cita de buen humor: La tecnología nos ha unido, dijo en forma enigmática. Explicó que, en nuestro encuentro anterior, había visto el trabajo que me cuesta lidiar con la computadora: La touch screen no te obedece.

Tenía razón. Envidio a los que activan las pantallas con un tenue roce de sus dedos. Yo me concentro para que mi alma llegue a las huellas digitales, intento caricias furtivas y luego paso a la técnica de lucha libre del piquete de ojos. Sin resultado alguno. El asunto no mejora lavándome las manos ni poniéndome crema. El siglo XXI ha inventado aparatos que revelan la incapacidad de mi epidermis.

Ahora viene la masajista de signos, añadió mi amigo. Mi confusión iba en aumento.

Minutos después llegó una chica bajita y morena. Sus dedos cortos no hacían pensar en masaje alguno. No todas los manos tienen la misma temperatura ni la misma piel, dijo Eduardo: las de Lupita fueron hechas para la touch screen. La vi proceder sobre la pantalla con virtuosismo digital.

¿Ves?, mi amigo sonrió como quien prueba un axioma. Lupita trabaja en el banco, ayudando a los discapacitados digitales.

Aunque la tecnología suele ser una prótesis, la touch screen convierte a una franja de la población en impedidos.

Lupita me dio su tarjeta por si tenía emergencias de pantalla. Mi ineptitud física quedó acreditada. ¿Eso justificaba el buen humor de Eduardo?

Me pasa lo mismo que a ti, agregó para mi sorpresa. Me mostró sus dedos, de piel casi translúcida, llenos de rayitas, parecidos a los míos. Tocó la pantalla del cajero y no fue obedecido. Eres turco, pero este invento nos discrimina por igual, añadió.

Curiosamente, descubrir que armenios y turcos pueden tener la misma piel no lo llevó a pensar que, en el fondo, los enemigos son lo mismo: El holocausto no se olvida. Y sin embargo, había encontrado una forma de reconciliarnos: compartimos la misma incapacidad. Para nosotros, la computadora no servía para el moderno fin de dominar una pantalla sino para remontarnos a un momento prehistórico en que las razas se unían por idénticas dificultades.

Al despedirse, me dio la mano, con un apretón que juzgué vengativo. Respondí encajándole una uña.

Nadie es responsable de su piel, pero sí de sus intenciones.

Solo los muertos pueden quedarse

TRAGEDIA EN LAMPEDUSA »

Italia concede la nacionalidad a los fallecidos en Lampedusa mientras denuncia a los supervivientes por inmigración ilegal, penada con 5.000 euros y la expulsión
PABLO ORDAZ Roma 6 OCT 2013 - 16:01 CET297





Ataúdes de las víctimas del naufragio en el aeropuerto de Lampedusa. / LANNINO (EFE)

El viernes por la tarde, solemnemente, el primer ministro de Italia, Enrico Letta, anunciaba que todos los fallecidos en el naufragio de Lampedusa —una cifra elevada a 143 personas este domingo— recibirán la nacionalidad italiana. Justo a la misma hora —y no es un recurso periodístico—, la fiscalía de Agrigento (Sicilia) acusaba a los 114 adultos rescatados de un delito de inmigración clandestina, que puede ser castigado con una multa de hasta 5.000 euros y la expulsión del país. Los muertos, sin embargo, podrán quedarse. Ante la imposibilidad de ser identificados, se les ha adjudicado un ataúd, un número y un trozo de tierra en cementerios de Sicilia para que descansen, ahora sí, con la nacionalidad europea que se jugaron la vida por conseguir.



El Ayuntamiento de Roma, en un gesto que seguramente le honra, organizó una vela nocturna por los difuntos y anunció que dará cobijo a los 155 supervivientes del naufragio. El resto, los más de mil que llegaron un día antes, tendrán que seguir hacinados en los inmundos barracones del centro de acogida de Lampedusa, situado —muy convenientemente— en el extremo de la isla opuesto a donde los turistas disfrutan del último sol del verano. La diferencia entre unos y otros es solo de número. Unos forman parte de una noticia de impacto mundial y los otros son solo protagonistas de su propia tragedia. La delgada línea entre Roma y el olvido.


El vicepresidente del Gobierno y ministro de Interior, Angelino Alfano, hasta hace solo unos días delfín de Silvio Berlusconi y ahora su supuesto verdugo político, pidió —también el viernes— el premio Nobel de la Paz para Lampedusa, pero sus habitantes, que conocen a Alfano y a su afligido jefe porque sus Gobiernos aprobaron la ley que criminaliza el auxilio a los náufragos, tienen una idea más práctica. La expresaron por las calles de la isla durante una manifestación de dolor y rabia precedida por una cruz construida con los restos de un naufragio: “Los próximos muertos —porque habrá más muertos y lo sabéis todos— os los llevaremos a las puertas del Parlamento. Nosotros a los inmigrantes queremos acogerlos vivos, no muertos”, corearon.


Cuando sucedía todo lo anterior, viernes por la tarde, ya habían transcurrido 36 horas desde que un barco con más de 500 fugitivos de Eritrea y Somalia, muchos de ellos menores de edad, se incendiara y se hundiera a solo media milla de la isla de Lampedusa, famosa en toda Europa —y tal vez en todo el mundo después de la visita del papa Francisco el pasado julio— por ser el destino de miles de inmigrantes. Y aun siendo así, los políticos italianos —desde el presidente de la República para abajo— seguían haciendo declaraciones como si se encontraran ante una sorprendente catástrofe natural. Un ciclón o un terremoto tremendo que, de improviso, hubiese puesto al descubierto la deficiente construcción de los edificios o el mal entrenamiento del plan de emergencias. Pero no. Cada día, desde que la primavera trae el buen tiempo hasta que el otoño se lo lleva, la isla de Lampedusa, varada en el Mediterráneo a 205 kilómetros de las costas de Sicilia y a 113 de África, es puerto de refugio o muerte de centenares de miles de inmigrantes. Las cifras —siempre aproximadas— indican que, en las últimas dos décadas, más de 8.000 personas han muerto frente a Lampedusa. La alcaldesa, Giusi Nicolini, llegó a escribir una carta desesperada a la Unión Europea —”¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”— y el papa Jorge Mario Bergoglio atrajo la atención sobre la isla al advertir de que “la globalización de la indiferencia” se hace allí carne y sufrimiento.


Por eso, suena del todo incomprensible que las autoridades italianas —la Guardia Costera, la Guardia de Finanzas, la Capitanía del puerto de Lampedusa— tardaran más de dos horas en enterarse de que un barco que albergaba a más de 500 personas estaba ardiendo y hundiéndose a solo media milla de la isla. Y que solo reaccionaran tras ser alertados por algunos pesqueros —otros tres, según los náufragos, pasaron de largo— y que, todavía entonces, pasara mucho tiempo hasta que se decidieron a ayudar.


La denuncia de Vito Fiorino, dueño de una de las embarcaciones que primero se acercó a la zona de la catástrofe, es tremenda: “Eran las 06.30 o las 06.40 cuando di la orden de llamar a la guardia costera, pero no llegaron hasta las 07.40. Nosotros ya habíamos subido a bordo a 47 náufragos, pero ellos lo hacían muy lentamente, podían haber ido más deprisa. Cuando volvíamos a puerto cargados de náufragos hemos visto la patrullera de la Guardia de Finanza que salía como si fuese de paseo. Si hubieran querido salvar a la gente, habrían salido con barcas pequeñas y rápidas. La gente se moría en el agua mientras ellos se hacían fotografías y vídeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les pedimos a los agentes que los subieran a la patrullera, nos decían que no era posible, que tenían que respetar el protocolo. También me querían impedir ir al puerto con los náufragos. Si ahora quieren detenerme por haber salvado a náufragos, que lo hagan, no veo la hora…”, dijo a la prensa en el puerto de Lampedusa.


El problema es que sí, que podrían detenerlo. La legislación italiana contempla desde 2002 —gracias a la presión xenófoba de la Liga Norte en los Gobiernos de Silvio Berlusconi— el delito de complicidad con la inmigración ilegal para quien introduzca en el país a inmigrantes sin permiso de entrada, incluyendo a quienes ayuden a los barcos en los que viajan. De ahí que sea difícilmente compatible la sorpresa y aun la consternación político-institucional por la tragedia con el mantenimiento —durante el año de Gobierno de Mario Monti y los cinco meses de Enrico Letta— de una ley que, como finalmente admitió ayer el ministro de Administraciones Públicas, “alimenta un circuito de xenofobia y racismo que no hace honor a Italia”.


Un país al que fue muy caro llegar. Algunos de los supervivientes han contado que, tras atravesar el desierto y sobrevivir en Libia, tuvieron que pagar 500 dólares por un viaje en barco que incluía una botella de cinco litros de agua para compartir entre tres. Viajaron durante tres días, desde el puerto libio de Misrata. El patrón del barco, un traficante que ya había sido detenido años atrás y que se hacía llamar “doctor”, los amontonaba en función del precio que habían pagado. Los más pobres, en las bodegas, donde todavía siguen, suspendidas las tareas de rescate por el mal tiempo. El fuego, coinciden todos, se originó al encender unas mantas para hacerse ver desde tierra. Pero, como ahora se pregunta Italia avergonzada, o nos lo vieron o no los quisieron ver.


De Lampedusa zarpa una procesión de ataúdes sellados, algunos blancos, sin nombre, numerados del uno al 111: “Muerto número 54, mujer, probablemente 20 años. Muerto número 11, hombre, probablemente tres años...”.

El Papa clama en Lampedusa contra “la globalización de la indiferencia”


Francisco: "¿Quién de nosotros ha llorado por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos sobre las barcas? Estamos anestesiados ante el dolor de los demás".
Miles de inmigrantes africanos y asiáticos irregulares llegan a la isla italiana todos los años





En la cuesta empinada que va del puerto a la parroquia, una mujer joven se enjuga las lágrimas y le dice a su hija: “No lloré cuando te parí y estoy llorando ahora”. La visita del papa Francisco a Lampedusa, la pequeña isla del sur de Sicilia célebre por el desembarco continuo de inmigrantes, había sido preparada con esmero. Una corona de flores arrojada al mar de los naufragios. Un encuentro con inmigrantes africanos. El altar de la misa, una patera. La cruz y el cáliz, trozos de las barcazas azules que llegaron a la isla aquellas tres noches terribles de la primavera de 2011 y cuyos esqueletos continúan —cementerio de la memoria— junto al campo de fútbol. En vez de un lujoso coche oficial, un jeep pequeño, viejo y prestado. Lo único que la alcaldesa socialista y el párroco inquieto de esta isla de 5.000 habitantes no habían podido prever eran las palabras de Jorge Mario Bergoglio. Y fue por esa rendija por donde el Papa colocó sus golpes directos al corazón.


“¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto... La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia”.




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Hay demasiados curas que solo hablan de lo divino en sus sermones, asegurándose de no pisar los callos del poder ni molestar demasiado a sus feligreses, que no están las iglesias como para espantar al respetable. Pero este argentino vestido de blanco ha llegado al Vaticano con ganas de pelea. Decidió que su primer viaje oficial fuera a Lampedusa para vestir de coherencia su discurso sobre la necesidad de que la Iglesia salga de su ensimismamiento y busque las periferias del mundo. Y lo hizo tan ligero de equipaje que pidió a los políticos y a los altos prelados que se abstuvieran de hacer el paseíllo —con lo que a unos y a otros les gusta— y rebajó la seguridad hasta tal punto que quienes quisieron acercarse a él lo pudieron hacer y él los recibió con gusto. Sus dos folios escasos de sermón fueron dinamita pura.


“¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros, pero yo no. Hoy nadie se siente responsable, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el comportamiento hipócrita [..]. Miramos al hermano medio muerto al borde de la acera y tal vez pensamos: pobrecito, y continuamos nuestro camino, no es asunto nuestro, y así nos sentimos tranquilos. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada...”.


Si bien, después de apelar a las conciencias de cada uno, el papa Francisco quiso elevar el tiro. A la hora de elevar la plegaria a Dios, dijo: “Te pedimos ayuda para llorar por nuestra indiferencia, por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros y en todos aquellos que desde el anonimato toman decisiones socioeconómicas que abren la vía a dramas como estos. Te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas”.


Desde hace años, las autoridades civiles y religiosas de Lampedusa reclaman atención sobre un drama que, de tan repetido, ya apenas merece unas líneas en los periódicos o unos minutos en la televisión. Solo cuando la situación es explosiva —aquellas noches de julio de 2011 donde miles de africanos desembarcaron en la isla— retorna la mirada hacia las cifras de espanto. Se calcula que en las últimas dos décadas más de 25.000 personas han perdido la vida en el Canal de Sicilia. De ellos, 2.700 durante 2011, coincidiendo con el conflicto de Libia. Ante la falta de reacción de las autoridades italianas y europeas, la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, envió el pasado mes de febrero una carta a la Unión Europea en la que se preguntaba: “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”.


Desde el pasado mes de mayo, contaba la alcaldesa, “ya me han entregado 21 cadáveres de personas que se ahogaron intentando llegar a Lampedusa. Es algo insoportable para mí y un enorme peso de dolor para la isla. Ya no tenemos ni sitio para enterrarles. No logro entender cómo esta tragedia puede seguir siendo considerada algo normal”.


En parecidos términos se dirigió el párroco de Lampedusa, Stefano Nastasi, a Jorge Mario Bergoglio en cuanto fue elegido Papa, invitándolo a viajar a la isla, situada a 205 kilómetros de Sicilia y a solo 113 de las costas de África, para que conociera de cerca el drama.


Aquella carta, y la noticia de los últimos naufragios —inmigrantes que se agarran a las redes de las almadrabas, otros dejados a su suerte por capitanes sin escrúpulos— influyeron en la decisión del Papa de viajar hacia la última frontera de Europa, hacia “la periferia”, hacia la intersección dramática entre quienes tienen de todo —los turistas que llegan a la preciosa isla del Mediterráneo para pasar sus vacaciones— y quienes se echan al mar apostando lo único que tienen.

De esas notas que duelen en el alma...

Más de 200 fallecidos en el incendio de un barco con inmigrantes en Lampedusa

El Gobierno italiano anuncia un día de luto nacional
El rescate ha logrado salvar la vida de 150 personas, aunque 200 están desaparecidas


PABLO ORDAZ Roma 3 OCT 2013 - 23:50 CET2165



El aeropuerto de Lampedusa convertido en una morgue. / VÍDEO: ATLAS / FOTO: REUTERS


La única novedad es el número. Un número suficientemente alto como para arroparlo con grandes palabras de luto y alarma, una fila interminable de muertos sin nombre al principio del telediario. El resto sucede cada día, por capítulos, sin que merezca el relato trágico de una barcaza con unos 500 inmigrantes a bordo —entre ellos muchos niños y mujeres embarazadas— que, antes del amanecer del jueves, se avería y empieza a hundirse a media milla de la isla italiana de Lampedusa. “Como estábamos cerca de la costa”, cuenta uno de los náufragos, “hemos decidido encender fuego para llamar la atención, pero el puente estaba sucio de gasolina y en pocos segundos el barco quedó envuelto en llamas. Muchos nos hemos lanzado al agua gritando mientras el barco volcaba”. Del medio millar de eritreos y somalíes que intentaban alcanzar suelo europeo, 200 han sido encontrados muertos, alrededor de 150 aún continúan desaparecidos y solo 150 lograron ser rescatados con vida por pesqueros y patrullas de la Guardia Costera. Algunos supervivientes han declarado que tres barcas de pesca pasaron cerca, vieron sus llamadas de auxilio y siguieron su camino.


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El Gobierno ha decretado un día de luto nacional y todas las autoridades, desde el presidente de la República para abajo, han levantado la voz para que Europa les ayude a frenar una tragedia que, desde 1990, ha arrojado a la isla siciliana más de 8.000 cadáveres —de ellos, 2.700 durante 2011, coincidiendo con el conflicto libio—. Pero de todas las palabras pronunciadas, las que tal vez mejor definan la tragedia continua de los fugitivos de África, la rabia ante un desastre conocido y jamás combatido en serio, sean las que, en medio de un discurso escrito, improvisó este jueves el papa Francisco —“se me viene la palabra vergüenza. Es una vergüenza”— o las que, harta de tanta muerte, dirigió la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, al primer ministro Enrico Letta: “El mar está lleno de muertos. Venga aquí a mirar el horror a la cara. Venga a contar los muertos conmigo”.




La barcaza, como muchas de las que cruzan el Canal de Sicilia, había partido del puerto libio de Misrata. Teniendo en cuenta que Lampedusa se encuentra a 205 kilómetros de Sicilia y a 113 de las costas de África, los viejos pesqueros, tripulados por empleadas de las mafias y abarrotados de inmigrantes, alcanzan suelo europeo en tres o cuatro días de navegación. Los últimos días del verano aumentan además el trasiego. Solo unas horas antes del naufragio, otro barco había arribado a Lampedusa con 463 refugiados sirios a bordo y, el lunes 30 de septiembre, 13 jóvenes de nacionalidad eritrea se ahogaron a solo unos metros de la playa siciliana de Sampieri. Pero solo es cuando se produce un gran naufragio —y este último es uno de los más grandes de los que se tienen noticia— la vista se vuelve a una isla de apenas 5.000 habitantes, cuya alcaldesa —harta de la sordera de las autoridades italianas y europeas— envió el pasado mes de febrero una carta a la Unión Europea en la que se preguntaba exclamando: “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”.

Sólo me viene la palabra vergüenza, es una vergüenza, ha denunciado el papa Francisco

La respuesta no oficial le ha llegado. En el cementerio ya no hay más tierra para tumbas sin nombre. Y tampoco en la morgue ni en el pequeño puerto hay espacio para tantos cadáveres de hombres, niños y mujeres embarazadas. Los cuerpos recuperados de las aguas y los localizados, a última hora de la tarde, en el interior del pecio hundido se están trasladando a un hangar del aeropuerto, adonde también llegó a media tarde el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Angelino Alfano, quien confirmó los detalles del naufragio —los teléfonos que no funcionaban, los trapos que se prendieron, las cifras cada vez más insoportables de ahogados—, pero no quiso entrar en la cuestión que ensombrecía aún más la jornada. ¿Es verdad que tres barcos pesqueros habían visto la angustia de los inmigrantes y no les habían ayudado? “No los han visto”, respondió el ministro, “si no, habrían intervenido. Los italianos tienen un gran corazón. Hemos salvado la vida a 16.000 náufragos”.


Giusi Nicolini, en cambio, no lo tiene tan claro. La alcaldesa sí dio validez a la denuncia de los inmigrantes, pero atribuyó la supuesta actitud insolidaria de los pescadores a la actual legislación italiana, aprobada en 2008 por el Gobierno de Silvio Berlusconi bajo la inspiración de su entonces ministro del Interior, Roberto Maroni, de la xenófoba Liga Norte. “Si se han ido y no los han ayudado”, explicó Giusi Nicolini, “es porque nuestro país ha procesado a pescadores y armadores que han salvado vidas humanas por complicidad con la inmigración clandestina. Por eso, lo que el Gobierno tiene que hacer hoy mismo es cancelar este delito, cambiar la norma”.


Solo unas horas antes había arribado otro barco con 463 personas a bordo

Mientras los equipos de rescate iban aterrizando en la isla para recuperar los cadáveres —ya se descarta encontrar a más inmigrantes con vida—, las declaraciones de los políticos se fueron sucediendo, idénticas a las de la última tragedia. Se resumen muy bien en las palabras del presidente de la República, Giorgio Napolitano: “Es indispensable luchar contra el tráfico criminal de seres humanos en colaboración con los países de procedencia de los flujos de emigrantes y solicitantes de asilo. Son, por tanto, indispensables los controles en los países de procedencia de los emigrantes o de los que solicitan asilo”. Pero no hay que irse muy lejos, solo al 11 de julio de este año, para recordar las palabras —allí en Lampedusa— del papa Francisco e intuir que esta conmoción oficial terminará pronto, muy pronto. “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: ‘yo no he sido, serán otros’. ¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos…? La ilusión por lo insignificante nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros”.


Sobre todo si el otro yace bajo una tumba sin nombre en una isla perdida.

martes, 27 de agosto de 2013

Palabrotas y groserías- Por: Alma Delia Murillo - agosto 24 de 2013 - 0:00

Dice la Real Academia de la Lengua Española: Palabrota: Dicho ofensivo, indecente, grosero. Grosería: 1) Descortesía, falta de atención y respeto. 2) Tosquedad, falta de finura y primor en el trabajo de manos. 3) Rusticidad, ignorancia. Digo yo, basada en mi Real Gana de la Lengua Emancipada: Palabrota: palabra muy larga compuesta por muchos caracteres, por ejemplo desoxirribonucleico o desproporcionadamente.

 Grosería: estandarte del territorio libre, autónomo y catártico de nosotros los prófugos de las buenas maneras absurdas, del eso no se dice, de la tía regañona, del colegio de monjas, de la maestra pellizcona, del papá autoritario, de la madre cabrona. Por ejemplo: pinches, pendejos, putos, culeros todos ellos. Me preocupa sobremanera, queridos lectores, darme cuenta de que a estas edades, siendo semejantes adultotes con nuestros aparatos reproductores plenamente desarrollados -y en algunos casos en franco declive- sigamos bajo el yugo de comportamientos inducidos a punta de cintarazos, encierros, torturas y silencios distantes.

 Es que no podemos seguir como niños sufrientes delante del plato de sopa que no queríamos tomarnos, sometidos al insoportable relamido de pelo detrás de las orejas o temblando como gorrioncillos ante la idea del castigo divino. Pos qué es eso, repitan conmigo: soy adulto y si me da la rechingada gana puedo decir todas las groserías que quiera. Otra vez, con más convicción. Otra, con encono y malasangre. 

Eso, muy bien. Me mata de ternura leer y escuchar a contemporáneos que utilizan expresiones del tipo: “pinqui, ching… cañón, verch, verdolaga”. Se dice pinche, chingada, cabrón y verga. Por lo menos en México, estoy consciente de que, bendita diversidad, el tema es vasto en el mundo hispanoparlante y que en Sudamérica o en España tienen sus propias y maravillosas joyas. Porque si el culo se llama culo por más feo que suene, la verga ídem. Ya, tranquilos, respiren, sí lo dije. Sí soy yo diciendo todas esas vulgaridades. 

¿Que no debería un escritor decir tales bajezas? Se equivocan. El lenguaje es pasión y poesía pero también herramienta. Actuaría en detrimento de mis posibilidades creativas si yo misma me limitara o reprimiera. A ver díganle a un pintor que no use un color determinado porque es de mal gusto o a un bailarín que no haga tal movimiento porque es desagradable.  A que no. ¿Que no dicen groserías porque tienen hijos? Ternuritas, cositas lindas y encantadoras. 

Permítanme que los espabile y los pervierta un poco: sus hijos se saben más palabrotas de las que podríamos imaginar. Y todas son más soeces y perturbadoras de lo que nosotros “los adultos” concebimos. Un buen día me puse a jugar con mi sobrina de dieciséis años a decir insultos en orden alfabético. Es que el trayecto era largo y nos dirigíamos, sin muchas ganas, a una reunión familiar. Madre mía. Me quedé sin aliento la mitad de las veces: cada vez que era su turno. Dijo tantas y tales cosas que pasé tres noches sin poder dormir nomás de acordarme. 

Le pregunté si sus primos (casi diez años menores que ella) conocían todo ese bagaje científico y me contestó que ellos le habían enseñado gran parte su abundante glosario de términos. Por supuesto que no les dije nada a mis hermanas, las madres de las criaturitas en cuestión. Soy todo menos una traidora de la hormona adolescente. Una tiene sus lealtades bien definidas.

En este mismo espacio me han escrito varias veces reprendiéndome por decir malas palabras. Pero ese es un vocablo aparte: PRI, corrupción, naco, abstemio y exitoso son ejemplos de malas palabras según mi RGLE (por sus siglas en español y citada al principio de este texto). Sé que hay quienes no lo toleran y que no me darán la razón, quédensela, al cabo que ni la quiero. También han dejado comentarios vaticinándome una vida  terrible por ser tan grosera pero hoy estoy insoportable y una vez más les diré que se equivocan: me irá como me tenga que ir porque la vida no tiene prejuicios, ni si quiera con las palabras.


 Es más, casi me aventuro a concluir lo contrario: desobedecer es bueno. No hay mito fundacional que no pase por la historia de algún desobediente que le pintó huevos y mandó a chingar a su madre a los dioses, al destino y, desde luego, a los buenos modales. Por algo será. Así que les apremio a que digan con gozo, sabrosura, autoridad y consistencia todas las groserías que se sepan cuando les dé su gana, su real y chingada gana, porque aquí todos somos soberanos. Faltaba más. @AlmaDeliaMC

Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/24-08-2013/16918. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley. Si lo cita, diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. SINEMBARGO.MX

45 y contando - o dentro de 10 yo llego a ese rango!!


45 y contando. 

Ya tengo la edad de mis papás.


Leer Más: http://www.animalpolitico.com/blogueros-la-sarten-por-el-mango/2013/08/27/cuarenta-y-cinco-y-contando-ya-tengo-la-edad-de-mis-papas/#ixzz2dBLebFk1 
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El próximo domingo 1 de septiembre cumpliré 45 años. Los nuevos 35, según me entero, aunque la mera verdad es que yo me siento como de 38 #NiParaQuéMentirles. Todavía no me da por correr maratones, pero estoy como a 15 minutos. Lo que sí ha pasado es que hoy más que nunca estoy muy consciente de que éste debe ser mi momento… o ya no será.
Veamos. No planeé mi vida. Es decir, jamás me fijé metas estilo “a tal edad debo de estar trabajando en tal empresa”, o casada y con hijos, o derrochando glamour (ya saben: auto, depa, viajes). Más bien me planteé lo que no quería para mí y en función de eso fui descartando. Todo al revés, pues. Nunca me imaginé en un trabajo que no me gustara o en el que tuviera que tragar camote (que expresión tan horrible, dicho sea de paso) para permanecer o ascender. Siempre me juré que nunca tendría una pareja que no venerara el suelo que yo pisara #Osea #LaPocosNoviosYunosAmigos. Jamás me ha interesado ser ajonjolí de todos los moles, o más bien será que no se me da, y mis amistades siempre han sido pocas, pero muy queridas.
25 años después de que en casa mataran víbora en viernes por mi independencia económica, volteo y hago el recuento de lo que he conseguido: dos resueltas hijas adolescentes, una profesión que me encanta, un espectacular compañero de vida, amigas solidarias, viajes soñados. Bien ¿no? Debería de estar festejando. Y sí lo hago, de veras. El punto es que me acaba de cuadrar que ya tengo la edad de mis papás.
¿En qué momento pasó esto? Justo la semana pasada la adolescente mayor llegó a la casa quejándose de la presión de sus maestros por definir la profesión que estudiará y cómo se ve de aquí a 10-15 años, cuando sólo tiene 14. Yo me la imagino perfecto: hará carrera en la radio porque tiene el don de la palabra y una voz espléndida, representará a México como la destacada diplomática que será porque le regresará al país el brillo de la era García Robles, y habrá iniciado una espectacular trayectoria como guionista de multipremiadas series de televisión que tomarán la estafeta de Mad MenHouse of cards Breaking Bad. Tal cual, eso y más. ¿Ven? Es oficial, soy mi mamá.
De pronto tengo la edad que tenían mis papás cuando yo empezaba a volar. Y me veo empezando a soñar la vida que tendrán mis hijas en vez de aplicarme y disfrutar la que me he dado yo. ¿He hecho todo lo que he querido? ¿Me he esforzado lo suficiente por conseguirlo? ¿Hasta dónde quiero llegar? ¿Todavía puedo hacerlo? ¿Tendré la oportunidad?
Ajá. #YoConfieso que estoy en plena crisis de la mediana edad. Todas las mañanas cuando me veo en el espejo me descubro una arruga más y últimamente me debato sobre a las cuántas canas las empezaré a pintar. Y luego salgo y me encuentro a mis hijas frescas, lindas, jóvenes, rebeldes y reconsidero la baba de caracol y, por qué no, losenvolventes de chocolate y hasta la crema teatrical.
Lo sé, no necesitan decírmelo. No estoy ni me siento vieja, sólo es que ya tengo la edad de mis papás. Estoy en ese umbral en el que ya no hay vuelta atrás para terminar de soltarme el chongo -personal, profesional- y aceptar de una vez por todas que ya no me cuezo al primer hervor y que no hay mejor forma de permanecer joven que mantenerse activo (aunque a estas alturas la cirugía estética no sea tan mala idea después de todo, ash).
Por lo pronto este domingo me espera mi cumple ideal: ruta ciclista por la mañana, chile en nogada para la comida, maratón de cine y series por la tarde-noche, apapachada por mi familia. Será el primer día del resto de los mejores días de mi vida, porque para viejos los cerros… y hasta ellos reverdecen. ¿Ah, verdad?


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viernes, 23 de agosto de 2013

Juan Villoro / El carril que nos toca

23 agosto 2013.- Hace unos 25 años, el pintor Saúl Villa me reveló un argumento sobre la textura del mundo que tardé décadas en aquilatar. Espléndido lector y cinéfilo consumado, mi amigo daba estupendas recomendaciones sobre libros y películas. En una ocasión le pregunté acerca de un estreno y comentó: No lo he visto, pero no creo que valga la pena. Quise saber en qué basaba su argumentación y me explicó que no le había gustado a una amiga cuyo nombre no retuve. Saúl no era una persona fácil de influir, de modo que me interesó saber por qué respetaba tanto esa opinión. Es la más rápida de mi carril, dijo en tono irrefutable.


El pintor organizaba la realidad a partir de las jerarquías de su carril. Para la portada de mi libro Albercas, creó una superficie con ondas que aludían a los misterios de la transparencia. Nada es tan elocuente como lo que está a la vista y sin embargo encierra un enigma.


Un cuarto de siglo después de aquella inolvidable frase de Saúl, coincidí con el escritor Naief Yehya en Nueva York y me habló de la alberca en la que todos los días nada tres mil metros.


Naief pertenece a una comunidad que convive de siete a nueve de la mañana en el carril de una alberca de Brooklyn. Aunque podría nadar por su cuenta, prefiere hacerlo en esa fraternidad donde los puestos se definen con rigor. Uno de los aspectos más interesantes de la secuencia de natación es que los puestos se escalonan con precisión. Es posible rebasar, pero hay que respetar un orden básico. El que va al frente deber merecerlo. En consecuencia, sus opiniones son respetadas como una extensión de su destreza acuática. Si no le gusta una película, no hay que verla.


El autor de La verdad de la vida en Marte es una de las personas más amables que conozco. Esto lo llevó a una cortesía insólita en la natación: una mañana le cedió el paso a otro nadador. Pensó que, llegado el momento, recibiría un trato similar, pero no fue así. En el agua, la gentileza es un signo de debilidad.


Esto no implica una relación hostil. Las molestias representan un estímulo. Todos se quejan del que va enfrente y de la temperatura del agua y eso ayuda a disputar por metros y segundos. El tiempo y el espacio son ahí algo cuantificable. Se sabe quién toca primero la meta y quién la toca al último.


El atleta que se prepara para un deporte individual lucha contra sí mismo. El nadador aficionado prefiere complicarse la vida en compañía. El inobjetable desenlace puede llegar después de roces previos, que sin embargo se aceptan como una sencilla impureza de la realidad.


Al oír a Naief entendí que estaba ante algo más intenso que el ejercicio. Ese esfuerzo tiene sentido por la presencia de los otros. Se trata de una convivencia extrema, un peculiar juego de conjunto donde los participantes luchan entre sí. El único otro deporte que se le parece es la vida diaria.


La justicia en el carril no es perfecta porque uno le puede tapar el camino a otro, pero eso no llega a representar una falta grave, y mucho menos un delito. Nadar en densidad es una práctica moral, donde los demás son impedimentos necesarios.


Naief me hizo recuperar el asombro con que oí a Saúl hace 25 años. ¿Hay algo más noble que concederle autoridad a quien nos supera? Y el hecho de que el ganador se pueda servir de una treta incrementa la dignidad de quien lo admira. Soportar defectos engrandece más que reconocer méritos.


Uno de los grandes problemas de la vida social es que no tiene carriles ni participantes reconocibles. Ignoramos la duración del trayecto, lo que se espera de nosotros, el punto exacto en que invadimos el carril de al lado.


En un poema, Carlos Pellicer dice: Agua del nadador que la divide. La única forma de poseer una superficie líquida es atravesarla, y mucho antes Quevedo escribió: Nadar sabe mi llama el agua fría. No es fácil pasar del tonificante ardor de la piscina a la zona donde hay toallas, la ropa está seca y se respira por la nariz. El ruidoso caos que llamamos normalidad puede ser recorrido sin llegar a otra meta que el extravío. El cuento El nadador, de John Cheever que Frank Perry llevó al cine con Burt Lancaster, plantea ese dilema existencial. El protagonista sólo se siente cómodo en el agua y recorre el acaudalado suburbio donde vive nadando de piscina en piscina. A la orilla de cada alberca, repasa y modifica las relaciones que ha tenido en su vida. Cuando finalmente vuelve a casa, descubre que ya no vive ahí. Esta anti-Odisea plantea el riesgo de querer vivir en otro elemento.


La memoria de la especie no se desprende de la tentación del agua. Las microsociedades que se reúnen en el carril de una piscina aluden a los tiempos en que fuimos sociables protozoarios, pero también a un porvenir, todavía utópico, en que la vida en común estará tan bien organizada que todo mundo se dará lata para salir adelante.



Articulo Enviado por: arturo a las 2013-08-23 05:49:28



lunes, 10 de junio de 2013

Creo que se terminan cuatro estupendos meses de dimes y diretes en cuestiones del amor:

-Te quiero mucho
-Eres un sol
-Un sueño de mujer

-Te adoro
-No, yo te adoro más...

Esta etapa de infatuation dirián los que saben, termino de pronto, en algún absurdo momento que ni cuenta me di, solo se que supe que iba a pasar.

Ahora pasamos a la etapa dos de "construyamos una amistad fuerte, valiosa y para siempre"
Aha!
Sure my friend!
Con lo visceral que suelo ser! con lo impulsiva y con los ratos de encabronamiento que me gobiernan a veces!
Ahora resulta que lo dicho y que ambos (estoy segura sentíamos) no era amor? no puede ser amor para empezar! que chinga! si asi lo fuera.,

Pero que me perdone la vida, por que yo, ingenuamente ( a mis años!) pensé y creo que hasta sentí, que quizás, quizás en algún momento, era Amor!

Pues ya esta! ahora resulta que No! que él solo quiere para mi puuuras cosas buenas, empezando por apoyo ( a larga distancia claro esta!) amistad en su forma mas linda y transparente! y pues que siempre no, eso que "yo pude pensar" o pensé, pues ya no será verdad?

Con la pena!

Ahora mismo mis tripas y estómago me dicen que esas, señoras y señores son chingaderas! y que no se le puede estar hablando a una así, con las palabras tan bien dichas, tan bien puestas en su lugar, tan llenas de sentimiento, y  de amor! carajo!!

Para después de un par de días pensar diferente, pensar con miedo al futuro, miedo a la mujer que lo gobierna, y decir, pues no, siempre no! y ya no juego!!
(después de todo algún día menciono que -no juega con mujeres en mi estado- si, señoras, casada! ahh!
pues si por algo me duele esto!

Por estar en una relación por casi 7 años y no sentirme así como vil adolescente besada por primera vez! No, esto ya no se siente tan fácil de buenas a primeras,. no cuando se vive con un "adolescente" mentalmente hablando, y las diferencias entre el sujeto A y el sujeto B son gigantescas.

Por esta razón, yo necesito escribir esto, hablar de esto con mi parte que mantiene la cabeza fría y el corazón aparte, por que digo, si esto que sentí es amor pues que grave!
No por que esta mal enamorarse, si no por que las condiciones para que esto ocurriera eran imposibles por decir lo menos.

Ahora vuelvo a mis labores diarias, retomo la lectura, espero que las noches en vela imaginando gente tomada de la mano y mirándose a los ojos profundamente, se terminen, y que se ocupen con cosas mas banales como estar atenta a la pelea de gatos callejeros en mi balcón!.

Eso si que será mucho más divertido que lo que en meses pasados ocupo, mi mente, mis ideas, y si, (hablo con dolor y molestia) mi el corazón.

CHAU!

Juan Villoro / El silencio de Poseidón

7 junio 2013.- Cees Nooteboom viajó por primera vez al extranjero al estilo holandés: en bicicleta. Desde aquella incursión a Bélgica, el desplazamiento ha sido su taller. Cuando consiguió trabajo en un barco carguero, se enteró de la función que le corresponde a un artista en la tripulación: limpiar los baños. Para sobrellevarla, escribió crónicas de los sitios donde tocaba tierra. Así se transformó en un pasajero literario capaz de convertir las molestias y las peripecias del trayecto en estados del alma.


En el verano de 2013 Nooteboom cumplirá 80 años sin alterar sus hábitos de viajero frecuente. En los últimos cinco meses ha pasado 12 días en Ámsterdam. Mientras el correo se acumula en su casa, colecciona asombros en desiertos, mares y esquivas librerías. Si la perplejidad fuera un oficio, Nooteboom sería el mayor profesional del gremio.


Su libro más reciente, Cartas a Poseidón, reúne prosas breves en las que informa al dios griego del curioso estado del mundo. Como suele suceder con un destinatario místico, no hay misivas de respuesta.


En una de sus obras más sugerentes, Tumbas de poetas y pensadores, Nooteboom visita en compañía de su esposa, la fotógrafa Simone Sassen, las últimas moradas de quienes han dicho todo pero aún revelan algo desde el más allá: Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos; queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndolos, porque ellos nos siguen hablando.


Dialogar con autores muertos fue un adiestramiento para escribirle a Poseidón. Nooteboom desempolvó su libro escolar de griego clásico, viajó por el Mediterráneo contemplando estatuas del dios y escogió muy bien lo que debía decirle. Los dioses son impacientes y conviene ahorrar palabras. Poseidón, el más temperamental de todos, nunca estará satisfecho. Su hermano Zeus lo superó en poderío y Atenea lo derrotó como deidad de Atenas. Irascible y lujurioso, Poseidón desató tempestades y convirtió la teodicea en un problema de alcoba. Si en sus novelas es expansivo, en estas cartas Nooteboom condensa al máximo lo que debe decirle al divino aguafiestas.


Poseidón creó el caballo con un golpe de tridente. Fue su mejor regalo para los hombres, a los que les convenía que se cruzara de brazos para que el mar estuviera tranquilo.


Aunque los romanos prolongaron su leyenda bajo el nombre de Neptuno, se habla poco de él. Sus estatuas siguen cautivando, quizá porque sostiene un objeto de diseño perfecto: el tridente. ¿Hay instrumento más decantado? Al tomar un tenedor, somos aprendices de Neptuno.


A Nooteboom le intriga el papel que Kafka asigna al dios de los mares. El autor de El proceso lo ve como un burócrata que lleva la contabilidad marina al fondo del océano. Para Kafka, ninguna tormenta supera en daños a los trámites de la inexpugnable burocracia. No es casual que adjudique a un dios vengativo la tarea de levantar inventario.


Nooteboom recorre los templos consagrados a Poseidón. Hace mucho que esas ruinas fueron abandonadas: son la prueba de tu impotencia, le dice al corresponsal que no contesta.


Una pregunta esencial se insinúa en el libro: ¿podemos vivir sin dioses? Poseidón no da señales de vida; es la deidad perfecta para alguien que carece de fe pero necesita dirigirse a un ser fuera del tiempo que le permita revisar la temporalidad humana: ¿Cuánto tiempo serías capaz de contemplar una piedra?, pregunta el autor.


Desde que Hesíodo desatendió sus ovejas para escribir la Teogonía, los dioses sirven para entender la peculiaridad del hombre. Nooteboom lee que en Francia un señor se casó con un sombrero. ¿A quién darle esta noticia sobrenatural? Incluso quien no profesa una religión requiere de pronto de un testigo trascendente.


El gran truco de Nooteboom consiste en dirigirse a nosotros a través de un dios. Filtrados por la mirada de Poseidón, los paisajes y los hechos cobran inusitada relevancia.


Sin contestar, el divino aguafiestas se hace presente. Poco a poco comprendemos la singular función que el autor le asigna en su correspondencia. El destinatario se transforma misteriosamente en el cartero: los mensajes que no responde regresan a nosotros.


El olvido es el hermano ausente de la memoria, escribe Nooteboom. Como el dios mudo, el hermano ausente es un testigo implícito.


El silencio de Poseidón permite que leamos como él debería hacerlo. Al suplantarlo se produce una estremecedora revelación. Un jardín, un burro, un cuadro o una frase de Hölderlin transmiten la sacralidad del mundo. Es el milagro literario de Cees Nooteboom.






Articulo Enviado por: arturo a las 2013-06-07 06:11:41